La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998
Una de las obligaciones más arduas de las criaturas sociales es la de ser amable. Quizá por ello se han inventado cortesías tan peculiares que a veces no se distinguen del vejamen. Pensemos en lo que ocurre con el desprevenido viajero que llega a Alemania, país donde se juzga prudente anticipar desbarajustes.
Alemania vive en estado de planeación recalcitrante, a tal grado que los errores deben ajustarse a un manual. Dos obsesiones determinan el arte germano de pronosticar el futuro: calcular con frenesí y temerle a calamidades que son previsibles pero nunca manejables. Lo que en México se resuelve con un improvisado alambrito, ahí se transforma en un simposio sobre la decadencia de Occidente y la supremacía de la palabra kaput. La organización es tan extrema que los defectos aparecen como una fatalidad inapelable y se asumen con un elevado sentido de la dignidad. Si el carrusel con diapositivas se empieza a achicharrar, el técnico de turno no busca el trapo mojado, el chicle o el mecate que salva a los mexicanos en apuros: redacta una renuncia en la que se ultraja con muchas cláusulas subordinadas.
Consciente de que los dramas suceden sin remedio, el alemán que te recoge en el aeropuerto considera educado decir: ``Qué bueno que pudo llegar en una situación tan apremiante. Teníamos todo listo para una semana de literatura egipcia, con un cartel precioso y apoyo total de la embajada, pero nos cancelaron a última hora y sólo usted aceptó participar. La sala de conferencias es espléndida, aunque nunca la abrimos los jueves. No se asuste si no va nadie. Para darle un tono informal a la charla hacemos una pausa para el café, lo malo es que la cafetería tampoco trabaja los jueves. ¿Le gusta el agua mineral? Un actor de primera, célebre por su interpretación de Mephisto, leerá fragmentos de su novela. Espero que no tenga objeción en suprimir algunos pasajes que a él le parecen pornográficos. Es un titán de la escena y no podemos permitir que se avergüence leyéndolo a usted. Una última cosa: en estos días se celebra la Fiesta de la Cerveza y sólo conseguimos cuarto en un hotelito cercano a la estación de trenes. No es la gran cosa, pero puede estar tranquilo: ya no es un burdel.''
Aunque te sacude un poco, la cortesía apocalíptica causa estupendo efecto. Después de las temibles advertencias, todo lo que suceda será una sorpresa favorable.
No es éste el sitio para inventariar los amables recursos con que los mexicanos logramos dar lata. Baste mencionar uno. Vivimos en el único país donde se considera refinado que el mesero te arrebate los guisos y las bebidas antes de que te los acabes. Muchas cosas pueden decirse de nuestras costumbres, pero no que sean rápidas. Curiosamente, la nación convencida de que verse el ombligo es un pasatiempo inagotable, se acelera ante una mesa puesta. En el imperio de la calma chicha, los hombres de filipina son veloces a destiempo. Sería bastante ruin suponer que nos quitan medias pechugas para devorarlas en la cocina. No, concedamos que el asunto tiene su punto de honor. Los camareros se precipitan por cortesía, como si los huesos del platillo recién degustado nos acusaran de algo. Tal vez esta urgencia se remonta a los tiempos en que nuestros ancestros sacrificaban a sus congéneres y se los almorzaban en salsa picante. Nuestros densos pipianes y nuestros turbadores chiles de árbol permiten que incluso los parientes sepan rico. La cocina mexicana está hecha para comer prójimos sin culpa. Además, disponemos de hombres a sueldo que se ocupan con celeridad de las migajas de nuestra antropofagia. Sólo este sesgo ritual explica que se considere cortés desaparecer la comida en el instante en que dejamos de mover los cubiertos.
Pasemos ahora a una forma terminal de la cortesía. En una ocasión viajé en tren de Madrid a Segovia.
En el asiento de enfrente se acomodó una anciana de piel seca y arrugada, vestida de negro como para salir en una novela de Pío Baroja. En cuanto el vagón se puso en marcha, me dijo que había leído una pésima noticia: ``Van a suprimir el pan.'' Durante un rato hablamos de mi acento (igualito al de Cantinflas) y las peripecias que ella sufrió en la guerra civil. Luego volvió al tema del pan. España había decidido comer otras cosas, sólo así se explicaba esa rotunda noticia. La mujer se ajustó la pañoleta y me vio con ojos pequeños y húmedos: ``¿Sabe qué? A mí eso me importa poco. ¡He visto tanta rareza! Pero usted es joven y extranjero -metió la mano en su bolso, un bolso enorme, agrario, hecho de remiendos-. Tenga. Es mi último pan. Tal vez sea el último pan de España.''
De nada sirvieron mis intentos de rechazo: ``A callar.'' Con esta orden selló su generosidad.
En la estación de Segovia fui a un kiosco de periódicos y leí la noticia que alarmó a la anciana. Alguna oficina de gobierno había decidido subir el precio del pan. Lo peculiar no es que la mujer creyera en la voluntad estatal de suprimir la más básica de las comidas, sino que teniendo un solo trozo de pan decidiera dárselo a un desconocido. Esto ocurrió hace cerca de veinte años. En las muchas circunstancias donde la cortesía se confunde con la agresión, no dejo de recordar que, después de todo, un día recibí el último pan de España.