Todo siempre nuevo. Llega a ser agotador. Epifanio ha vivido la mayor parte de sus años en el pueblo y ahora, ya con hijos grandes y una familia complicada, llega a la ciudad. ``De por Temoaya'', sin especificar más. Epifanio es un campesino sin tierra pero ha sido peón en su tierra, jornalero en el norte e introductor de estiércol para abono en Toluca. Nunca antes Santaclós. Bueno, la mitad: lleva sólo el gorro rojo con hisopo blanco en la punta, y una especie de saco invernal.
Por lo demás es el mismo indio de siempre. Mismo pantalón corriente, misma camisa de manta, mismas manos de albañil, misma mirada de azoro ante el milagro de cada día.
Con Epifanio está en la esquina ora sí que toda la familia. Este año se los trajo del pueblo. A su señora, Sara, a sus hijos y una hija con su esposo y sus hijitos. El mismo Epifanio fue padre hace poco una vez más.
Allá por Tulyehualco donde llegaron les dijeron que San Jerónimo es buena esquina para vender, y más en Navidad.
La noche en la ciudad es opaca y densa, con zonas de intenso dorado eléctrico y entrepaños de oscuridad total. Por abajo y por arriba corren carros, miles de ellos, con sus luces encendidas y tratando de ir rápido, estochándose los unos a los otros como si compitieran, como si deveras quisieran llegar. Desde el puente el Periférico es un río de focos. Epifanio y los suyos se pusieron en la terra ignota del lado del alto del Pedregal. No les asusta saber que otro mundo es otro mundo. No miran la monstruosa bandera nacional que ondea peligrosamente sobre sus crismas, en la glorieta que apabulla el paso a desnivel.
Las planas sandalias de plástico de Sara, regordeta, pisan el asfalto con la misma plenitud terrenal que camina con ellas siempre. Trae atado al rebozo un niño dormido que se arrulla entre los escapes y los radiadores trepidantes de los carros en espera de que se ponga el verde.
Entre los arbustos que en el camellón hacen islas prácticamente acampó la familia y si no fuera porque a esta hora hay mucho trabajo, los niños ya estuvieran dormidos. Pero en vez de, venden también cajas de esferas, series de bombillas, gorritos ridículos como el que exhibe, con mucho humor todavía, Epifanio su padre colocado en la mera esquina y que desde allí agita la mercancía como náufrago lanzándoles señales a los pasajeros y los automovilistas.
Las que son propiamente sus chivas las pusieron atrás de las tuyas y los setos. A orillas de la banqueta amontonan una variedad de cosas inútiles que la gente lleva a manojos con cara de gusto y paga cantidades increíbles, para regocijo de Epifanio. La comisión que le toca es miserablemente poca, casi todo se lo lleva el patrón que lo surtió en abonos, pero la demanda es tal que ya ve buena su parte, además de que infla los precios y hay gente que igual paga.
Para Epifania queda claro que el dinero viaja en carro. Y ya aprendió que los carros que no bajan el (cristal sordos a su oferta, acaso lo miran de lado) son donde más dinero viaja.
Una vez de joven vio la Navidad en Laredo y no había entendido de qué se trata. No que ahora sí entienda, pero ya sabe para qué sirve.
Una lona gris, arrugada sobre cajas, va de altar al negocio. Alrededor, centros comerciales, restoranes, cines, y más acá, taquerías de lámina, carritos, jodogueros y peatones esperando convertirse en pasajeros, sin ser hostiles, crean una opresión apenas más ligera que el tráfico.
Cualquiera se deslumbra al lampareo, hasta duelen los ojos del interminable encuentro con los faros de halógeno que llegan y llegan y llegan a la esquina. La familia de Epifanio contrasta con la civilización del automóvil y los supermercados no por su facha indígena (lo indígena-inmigrante está plenamente incorporado al paisaje urbano y ya no hace contraste), sino por su comportamiento comunitario y por así decir agrícola.
Instalados en el camellón como en los bordes de una milpa, se reparten tortillas, beben refresco, dicen chistes en su idioma y acuestan en el pasto a los chiquitos. Mientras Sara, los mayorcitos y el yerno de Epifanio realizan su jornal andando los surcos negros que corren entre las filas de carros encauzando al claxon su impaciencia pre-verbal.
Qué cómo vino a dar tan al sur del DF una familia del Edomex, pudiendo haber quedado en las inmediaciones de Indios Verdes, en las zonas industriales, o en todo caso instalar su milpa nocturna en Ciudad Satélite, es algo que Epifanio no explica. No lleva así ni una semana y ya está bien lejos del pueblo y la gente de los carros parece ansiosa por gastar dinero en lo que sea. En eso no lo gastaría Sara, en caso de tenerlo.
Así es hoy. Mañana ya no. Aquí los días no son cíclicos sino que huyen, furiosos, persiguiéndose los unos a los otros en inútil competencia hasta que se pierden sin más. Todo siempre nuevo. Llega a ser agotador.