El año que se aproxima promete ser, como el que se va, tiempo de retos sociales y económicos, así como de definiciones políticas, oportunidades para consolidar la democracia: de transición sin crisis.
1998 fue, en cierta medida, un año difícil: amasijo de intransigencias, dificultades para alcanzar acuerdos y tensiones que acompañan nuestra inacabada transición democrática. A la vida pública, de por sí compleja y con múltiples expedientes abiertos, se sumaron, casi al terminar el año, hechos nuevos: movimientos inusuales que enseñan que el desgaste institucional no tiene excepciones, atraviesa todo el espectro de la vida pública.
Los rezagos acumulados, las desconfianzas recíprocas y la contaminación que ha hecho prevalecer la lógica político-electoral sobre el interés colectivo, no ha permitido avanzar en la consolidación de proyecto de reforma del Estado.
En 1998 también tuvimos razones para la esperanza: avanzamos en el aprendizaje democrático, lo mismo en el espacio federal --en la división de poderes, en la apertura de los medios, en la consolidación de la participación de una sociedad más crítica que exige, como nunca antes, rendición de cuentas-- que en el quehacer democrático que se construye cotidianamente, sin estridencias, en casi todas las entidades federativas: allí donde están llegando al poder, por primera vez, fuerzas políticas de distinto origen, donde el Ejecutivo encuentra el contrapeso democrático que representa un Legislativo plural, donde se ejerce la política como debate, argumentación y convencimiento.
La sociedad mostró también su capacidad de aprendizaje: el voto selectivo estuvo presente en las elecciones locales y se tradujo en complejos escenarios de equilibrio de fuerzas, es decir, en mandato para la negociación, para la construcción de acuerdos.
Un gran viraje en el comportamiento electoral llevó a fuerzas que hasta hace poco eran sólo oposiciones, y que hoy son también gobierno, a conocer en carne propia el desgaste que entraña el ejercicio de poder. Se confirmó así que en política no hay ni victorias ni derrotas definitivas y que, por tanto, ninguna fuerza política puede, desde ya, cantar victoria.
El año próximo los principales partidos tendrán asambleas definitorias en las que deberán responder a las expectativas generadas. En algunos casos actualizando estructuras, concepciones y propuestas, y renovando mandos. En otros, fortaleciendo su carácter institucional y afinando proyectos que fueron diseñados para otro tiempo. En todos los casos, la sociedad estará muy atenta a la capacidad de innovación política y a la veracidad del compromiso democrático de los partidos.
En 1999 los partidos elegirán a sus candidatos a la Presidencia de la República. Como nunca será preciso tener una lectura correcta del escenario para identificar los rasgos esenciales que reclama, en este fin de siglo, la candidatura presidencial. Llevar a la sociedad y debatir de cara a la nación, proyectos más que figuras, esencias más que apariencias. Definir más allá de ocurrencias o frases afortunadas: ¿cómo, con qué y con quiénes pretenden conducir al país en el primer tramo del tercer milenio?
Existen cuestionamientos esenciales que ameritan de quienes aspiran a dirigir al país respuestas puntuales: ¿qué proponen para estimular la inversión productiva y el empleo? ¿Cómo harán para mejorar la distribución del ingreso y generar el desarrollo regional? ¿Cuál será el papel de la educación --y qué tipo de educación-- en ese proyecto? ¿Cuál es su propuesta para devolverle a la población la seguridad perdida?
La sociedad reclama a los actores políticos: madurez y responsabilidad, tolerancia y civilidad, capacidad para conciliar nuestras diferencias y abandonar posiciones irreductibles, visión estratégica y compromiso con el país. En síntesis, hacer lo necesario para que el desenlace de este largo proceso de transición no sea otro que la consolidación democrática y el establecimiento de políticas que aseguren el desarrollo del México al que todos aspiramos.