Después de cerca de nueve meses de debates que terminaron en zafarrancho, la mayoría perredista de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó, y el pasado día 15 entró en vigor, la Ley de Instituciones de Asistencia Privada para el Distrito Federal. No parece haberse cerrado aún el capítulo de la dilatada historia oscura de una aparente red de corrupción y de complicidades privadas y públicas, tejida en torno a la atención de los más necesitados.
Por lo pronto, probablemente apenas hemos podido ver el vértice del iceberg, representado por la asociación entre los señores García Lizama y Barroso Chávez, pronto convertida en enconado diferendo vinculado a los manejos del Nacional Monte de Piedad, la Junta de Asistencia Privada del Distrito Federal y la Cruz Roja Mexicana. Aún está por verse la dimensión del involucramiento en misteriosos amaños de muchas de las más de 400 instituciones de asistencia privada (IAP) del Distrito Federal, entre las que se cuentan las mayores, las señaladas Nacional Monte de Piedad y Cruz Roja, todas asociadas en torno de la Junta de Asistencia Privada. Virtudes públicas, como la concepción de la Junta de Asistencia Privada, convertidas por mucho tiempo en vicios privados: más de 3 mil millones de pesos anuales de entradas a las IAP, para la asistencia privada, con frecuencia entendida, en primer lugar, por algunos o muchos particulares (ya veremos) como obscena asistencia de ellos mismos.
No es extraña la férrea resistencia a la nueva ley, opuesta por distinguidas familias que participan como miembros de los consejos directivos de las IAP, por la Conferencia del Episcopado Mexicano y por otras santas alianzas. Tal resistencia quiso fincarse en la supuesta ``estatización'' de las IAP por el gobierno del Distrito Federal, atribuida al hecho de que el nombramiento del presidente de la Junta de Asistencia Privada recae en el jefe de gobierno. La disposición sobre este nombramiento en realidad estaba ya contenida en las reformas de 1991 a la ley de 1943.
La ley define a la junta como ``órgano administrativo desconcentrado de la Administración Pública del Distrito Federal'', es decir, como un órgano de Estado. La acusación de estatización es sencillamente insensata: la junta es un órgano de Estado imposible de ``estatizar''. Como ocurre con un sinnúmero de órganos de Estado, la junta sirve para regular ciertas actividades de la vida interactiva particular de las personas: no hay, ni nunca hubo, formalmente, divorcio entre Estado y actividad particular.
El asunto de la demanda de ``autonomía'' para las IAP y la junta sólo deja ver la sospechosa reclamación de quedar fuera de la vista de la mirada pública. Es probable que la santa indignación de los opositores a la nueva ley de asistencia privada se ubique en alguna o en todas de las siguientes disposiciones de la nueva ley: las IAP no podrán destinar más de 25 por ciento de sus ingresos a gastos de administración; la junta tendrá un contralor que vigilará su funcionamiento; el consejo directivo de la junta se integrará con seis vocales elegidos por las IAP y seis provenientes del sector público, y será presidido por una persona designada por el jefe de gobierno del Distrito Federal, escogido de una terna formulada por una mayoría calificada del propio consejo directivo.
Faltan aún las disposiciones normativas que permitan garantizar a la sociedad la correcta aplicación de los recursos que ingresan a las IAP, y las que establezcan la obligatoriedad de estas instituciones de informar a la sociedad, a través de la Junta de Asistencia Privada, sobre el origen y destino de sus recursos: la indispensable accountability, común y corriente en cualquier país civilizado y democrático.
La ciudad puede hallarse preñada de historias negras de corrupción, como la aún no enteramente conocida relativa a unas IAP, espacio donde presuntamente personas y personajes diversos pudieron haber medrado por décadas con la generosidad de los donantes y las necesidades profundamente primarias de los necesitados. Repugna a la conciencia la calaña de actos tan distantes de la asistencia caritativa. El Estado debe vigilar y corregir.