En su informe anual, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) presenta un diagnóstico preocupante del estado que guardan la producción mundial de alimentos y el crecimiento del hambre a escala global, especialmente en los países en desarrollo de América Latina, Asia y Africa.
Según el organismo, en 1998 las cosechas de cereales fueron uno por ciento menores que en 1997 -circunstancia originada, principalmente, por los efectos nocivos de los fenómenos climatológicos-, y el número de países que enfrentaron emergencias alimentarias pasó de 29 a 40. Tan sólo en Latinoamérica, fue necesario que la comunidad internacional proporcionara asistencia urgente a Cuba, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua y Panamá.
No obstante, hay que señalar que las dificultades de producir los alimentos requeridos para cubrir las necesidades elementales de los habitantes de numerosos países no tienen sólo causas climáticas, pues en buena medida, el subdesarrollo, la sobrepoblación, la falta de apoyos y la carencia de tecnologías que permitan elevar la productividad de las tierras, así como el deterioro y la depredación de los ecosistemas, la migración de campesinos a los centros urbanos e, incluso, la inestabilidad económica y política, son factores que han incidido para que en amplias regiones del planeta no se disponga de los alimentos mínimos para la supervivencia de la población.
Como lo señala el informe de la FAO, la inestabilidad financiera de 1998 podría mermar la actividad agrícola y comercial y, por ende, incrementar la inseguridad alimentaria de millones de personas.
En este sentido, el caso de México es inquietante. El agro mexicano se encuentra sumido en el abandono sin que hasta la fecha se haya emprendido un programa efectivo para atenderlo y revitalizarlo. Los comuneros y ejidatarios no cuentan con recursos ni apoyos para hacer más productivos sus cultivos y, en incontables casos, se han visto forzados a emigrar a las ciudades -donde engrosan las filas del desempleo y de la indigencia-; han debido vender sus tierras a precios ínfimos o permanecer en un régimen de estricta subsistencia. Los pequeños propietarios, por su parte, enfrentan el problema de las abultadas carteras vencidas y corren el riesgo de perder su patrimonio al no contar con los recursos necesarios para pagar los elevadísimos intereses e intereses sobre intereses de sus créditos.
Hasta ahora, debe señalarse, ninguno de los programas de apoyo a los deudores agropecuarios del país ha dado resultado y, como lo han señalado numerosos productores, analistas, académicos y representantes de organizaciones políticas y sociales, el esquema planteado en el marco de la nueva ley de apoyo a deudores de la banca no representan una solución completa. Para colmo, mientras la crisis en el campo se ahonda y resulta urgente destinarle recursos, la sociedad deberá pagar el costo del ilegal rescate bancario y destinar anualmente miles de millones de pesos que podrían emplearse para dinamizar el agro nacional.
Los daños originados por la inexistencia de una política de desarrollo rural son evidentes: México depende de las importaciones de granos básicos para cubrir las necesidades de su población, circunstancia altamente riesgosa -tanto en lo económico como en lo social-, si se considera que por la fuerte baja de los precios del petróleo, por la canalización de sumas exorbitantes para apuntalar a un sistema bancario tambaleante y por la incertidumbre financiera internacional, el país se encontrará en 1999 en un escenario especialmente difícil.
Mientras no se establezcan programas de largo aliento que, sin sesgos electorales, beneficien a los productores rurales y les concedan los apoyos y los instrumentos para reactivar la producción agrícola, persistirán los riesgos de una crisis alimentaria y, sobre todo, se mantendrán las condiciones de pobreza y desesperanza en la que se encuentran millones de campesinos.