La Jornada sábado 2 de enero de 1999

Julio Moguel
La declaración de guerra de Los Pinos

Los Pinos declararon la guerra a los habitantes del Distrito Federal, al recortarle en términos prácticos alrededor de 12 por ciento de su presupuesto programado para el ejercicio de 1999, como represalia por su voto mayoritario a favor del cardenismo en julio de 1987, y como una medida extrema con la que se pretende ahogar al gobierno democrático de la capital y, con ello, modificar sustancialmente el escenario político que lleva hacia las elecciones federales del próximo año.

El esquema del golpe da por fin todas las claves de la lucha política que se avecina: la disputa por la transición y su naturaleza estará claramente definida en dos campos de fuerza. Uno, en el que se reafirma la alianza estratégica del panismo con los sectores gubernamentales y el priísmo, y que implicará seguramente un acuerdo práctico de candidatura a la Presidencia del país, así aparezca del lado de los colores blanquiazules un candidato fantoche ``dispuesto'' a perder en beneficio del triunfo de algún tecnócrata o priísta de su agrado, prestándose desde tal posición y condición a jugar el trabajo más sucio de la campaña. Otro campo en el que se articule un gran frente nacional democrático en torno a la única candidatura capaz de encabezar hoy al amplio espectro de fuerzas democráticas existentes, con viabilidad triunfadora, representada por Cuauhtémoc Cárdenas.

En el esquema de guerra contra el cardenismo, articulado desde Los Pinos y avalado hoy plenamente por las cúpulas del panismo --otrora impulsoras de algunos cambios democráticos--, y que tiene como otro de sus componentes esenciales la revancha por las posiciones perredistas contra el Fobaproa y la política económica neoliberal, queda suprimida toda pretensión de apertura y cambios reales y macizos en el terreno de la reforma política, pues lo que está en juego para ellos ya no es la formalización de un régimen de alternancia y de cohabitación gobernante, como fue su intención cuando creyeron (en 1996 y principios de 1997, antes de los triunfos electorales del perredismo y, sobre todo, del triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el gobierno del Distrito Federal) que el perredismo sería en el futuro sólo un competidor marginal, más legitimador por ello --pues ``lo que resiste, apoya'', en la lógica reyesheroliana-- del mecanismo mismo de la alternancia y de una transición política aséptica y regulada, que constructor de una opción hegemónica de transformaciones en el país.

La decisión gubernamental de declarar la guerra a los habitantes del Distrito Federal reafirma, a la vez, la tendencia más conservadora que pueda existir entre los arquitectos políticos del régimen, pues, como han pretendido hacerlo en el estado de Chiapas frente a los zapatistas, la estrategia para enfrentar a los movimientos políticos emergentes de corte y perspectivas democráticos se asienta ahora claramente en atacar, minar y desmoralizar a las fuerzas sociales que aquellos representan, a sus bases y núcleos sociales y populares, a los ciudadanos que se organizan a nivel comunitario, o a aquellos que deciden luchar a través del ejercicio de su voto, como es en este caso la ciudadanía del Distrito Federal que sufragó mayoritariamente por los colores del Partido de la Revolución Democrática.

Un peligro mayor es, obviamente, que esas tendencias se precipiten y aparezcan en las cúpulas del poder oídos receptivos a las propuestas de fascistización del ambiente político para dar cauce a una transición plenamente conservadora y regresiva. Pero sólo eso faltaba. No en balde este país se ha echado a caminar desde hace rato en un sentido positivo, y existen inconmensurables fuerzas morales y políticas que actualmente no se arredran ante agresiones y bravuconadas y mantienen la ruta. No pasarán.