Hermann Bellinghausen
 

Hermann Bellinghausen
Lentejas
Ser nada para ocupar en todo
el verdadero lugar de uno.
Simone Weil
 
La intemperie es a veces un lugar difícil. Cuando carece de clemencia el clima, es al aire libre donde primero se siente. Así esa tarde. Ya quería anochecer. La impregnación húmeda en el viento casi merecía llamarse lluvia. Agujas en los pómulos, y en las pestañas un rocío lacrimal.
De los cerros llegaban las salvas de los leñadores, el quejido de sus descargas sobre la madera herida. Sonidos de origen humano, después de una prolongada travesía en silencio. Una intención de techos en los troncos, y en las lajas un aviso de que habrá leña. Con qué poco se calienta la imaginación helada.
Las nubes eran negras, grandes y bajas. Por tramos posaban su niebla a la altura de las montañas ciegas. El espesor del bosque circundante ofrecía la certeza ninguna de regiones vírgenes de muros, puertas, sillas y camas, sin el auxilio de una ventana para distinguir adentro de afuera.
El camino conducía por su cuenta mi inercia de piernas cuando di con un puente de piedra. Asomé al barandal y no vi un río sino una grieta extensa. Como cobertizo, el puente parecía mejor que nada, de manera que busqué y encontré por dónde bajar.
Con la última claridad vespertina distinguí una silueta móvil y el nacimiento amarillo de una hoguera. Dije buenas tardes sin obtener respuesta.
Cuando uno lleva muchas horas de soliloquio o nada pierde la noción de la propia voz. Subí el volumen para repetir el saludo.
La silueta giró hacia mí y alzó un brazo suave, pacífica, casi diría que dulcemente.
Eso me inspiró confianza para concluir la cuesta.
Como si mi llegada fuera un soplo, la hoguera de pronto cogió fuerza y resplandeció. Contra mi suposición inicial, no se trataba de un leñador, ni un vendedor ambulante, ni un vagabundo. Era una mujer. No sé si joven, pero caminó a mi encuentro como si lo fuera, con ligereza de pluma desafiando la calidad áspera de las piedras y la grieta. Lejos de sorprenderse, pareció que me esperaba. Además sonreía con una boca inmediatamente hermosa.
El resplandor de la hoguera mostró la escasez de enseres, y una apariencia de muebles labrados en la roca.
Enseguida la penumbra me reveló que eso era la casa de la mujer, quien me extendió una escudilla con una sopa caliente y aceptable.
Un plato de lentejas siempre templa al caminante. ƑNo fue Esaú el que por un plato de ellas cambió su herencia?
La mujer se acuclilló enfrente y me observó saciarme, inquietante y plácida. No habló, ni hablaría. Tuve la impresión de que se hacía pasar por muda. Y esa sonrisa, en el buen sentido, vacía. Me indicó un peldaño natural en la roca, y de nada más posarme lo descubrí inesperadamente cómodo para la espalda y las asentaderas, como si lo hubieran labrado para trono.
Dado el silencio entre nosotros, y su distante fijeza, repasé con la mirada el refugio de la mujer. La hoguera doraba el espacio por encima de las sombras y no distinguí objetos ni otras cosas que ramas y roca, pero en todo, materia bien dispuesta por una segunda naturaleza.
La olla, la escudilla, unos cuantos trapos orillados y un hacha eran toda la riqueza. La luz del fuego me figuró cubierta de hoja de oro la miserable semicueva, marquesina de un retablo de una catedral barroca.
La mujer inmóvil, vestida de blanco, sembró en mí los ojos sin pestañear hasta que acabó por darme pena. Pronto dejé de estar despierto. Un día entero de caminar hambriento cansa a cualquiera.
Recuerdo que soñé en la piel sensaciones oscuras, agradables y sin anécdota.
Me despertaron los rayos del otro día. La olla, vacía, estaba medio enterrada en las cenizas. La escudilla rodó cuando moví los brazos y chocó en el suelo con un redoble hueco.
La mujer no estaba, pero sí sus ropas blancas. Tampoco encontré el hacha. Retorné al camino tras trepar la cuesta y me alejé convencido de que estas cosas me pasan por tocar la suerte de manera indiscriminada.
Sentí en los huesos la fuerza que me habían devuelto las lentejas y caminé, andando en los labios la herencia de aquella sonrisa sin fondo, y una felicidad desconocida.