José Cueli
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La mexicana sorpresa de Lomelí
Los novillones de San Marcos, bastos, feos, chaparros y con su jiribilla, permitieron que volviera la sorpresa a la Plaza México. Volvió a triunfar con fuerza Alfredo Lomelí, uno de los toreros dejados de la mano de Dios; emergió de los vacíos del redondel en forma sencilla, por el trazo de sus redondos, y compleja, por la manera de proyectar el sentimiento sobre el fondo del coso. Ese algo más del ser. Pese a su no muy atractiva figura, su carácter acusador fue valentía envolvedora del espíritu de los aficionados.
El toreo de Alfredo Lomelí, al caer la tarde, se vistió de una impresión tan singular, que el rumor subterráneo subió al tendido. Las sombras mismas de sus redondos y naturales en las sombras eran singularidad por el temple con que llevaba imantado al torillo de San Marcos. Brotaba el toreo mexicano de su muleta y luego se dormía con luminosa quietud, despejo deslumbrado por la pureza de su proceder al salir de los pliegues de su tela. Se dormía en la arena la muleta con sereno dormir lleno de hondura y murmullo de olés en el surco del toreo en redondo cargando la suerte y se perdía en el cuerpo, en la cintura del torero.
Los aficionados contemplábamos al último artífice de la torería mexicana (cuyo toro por coincidencia se llamó Artífice) como sin en él se descifraran los enigmas de la vida. La vida que como el toreo brota del misterio y se dormía en la geometría del meceo de los redondos de este Alfredo Lomelí, en remanso de sorprendida y deslumbrada calma, dejando en la plaza un regusto a tabaco fuerte y la esperanza de que no sea flor de un día.
La muleta de Alfredo caía en el inmenso y adormecido río de añonaranzas que se nos venían a la mente en tropel, al promoverse el propio torero empujado por su muñeca y jugando con su cintura hacia el infinito que era el enigma de la muerte. Iba en tenue templanza hacia el agujero negro, a las sombras hasta resurgir el nuevo alumbramiento. A poco que se decida, Lomelí será el heredero del mexicanísimo toreo de Manuel Capetillo, Alfredo Leal...
Los redondos se despeñaban de la muleta del torero y se iban hacia la muerte negra que es la eterna y nueva alborada. Toro y torero no podían separarse, estrechos en magnético lazo, en el desmayo de los pases de pecho de abajo arriba y hacia adentro. Atracción irresistible en que se quedaba fija la imagen y dejaba un vértigo de sensaciones de la más exquisita y refinada sexualidad. Exaltaba el toreo el misterio excepcional del arte de birlibirloque, rodar circular del toreo hacia la muerte el fondo nunca hallado de un abismo: el toreo bajo, muy de mano baja, hacia el infierno negro. El de los grandes toreros; la modulación del cante eterno del toreo.