Abraham Nuncio
Un gobierno civil para
una sociedad civilizada
"Primero somos ciudadanos y después militares". Este, me parece, fue el pronunciamiento más significativo de los militares encabezados por el teniente coronel Hildegardo Bacilio Gómez en su protesta por el trato arbitrario de sus superiores y lo que a éstos les permite el actual marco jurídico que rige a las fuerzas armadas de México.
Ese pronunciamiento es válido para otros sectores, gremios, estamentos y, en su conjunto, para la sociedad mexicana. Una sociedad educada en hábitos castrenses producto de tres revoluciones: la de Independencia, la de Ayutla y la de 1910. En dos siglos de caudillos militares y civiles, pero investidos de una jefatura militar se ha sedimentado el espíritu prepotente, arbitrario e impune de quienes mandan y su contraparte, el espíritu obsecuente, irresponsable y hasta abyecto de subordinados, gobernados o números, como se designa en la jerga guerrera a los soldados rasos.
La protesta de los militares inconformes tocó no digo fibras sensibles, sino el corazón mismo del principio de autoridad en el país. Una autoridad basada menos en una voluntad pactada que en un clima despótico y en el humor caprichoso de los que la ostentan. De aquí la reacción feroz, persecutoria, vengativa de los generales que forman la cúpula militar y la actitud de indiferencia, que ya suena a complicidad, del presidente Zedillo en torno al caso.
El pronunciamiento de los militares inconformes se convierte, en parte por su contenido y en parte por esa respuesta, en una bandera que los libertarios y demócratas de este país debemos defender.
Primero es ser ciudadano y después soldado, priísta, cetemista, funcionario, marinero, policía, bombero, ejidatario, cura, miembro de un equipo deportivo, estudiante. Primero es ser titular de los derechos que confiere a los individuos, la ciudadanía reconocida por leyes y tratados internacionales de los que México es signatario y por nuestra Constitución, y luego estar sujeto a órdenes menores. El código militar no debe ser diferente, en lo que hace al respeto de los derechos humanos, de las demás leyes reglamentarias.
Sabido es que el reglamento más insignificante (el de Tránsito, por ejemplo) se caracteriza por establecer en su ordenamiento flagrantes violaciones a la Constitución, y que en la práctica México es un país reglamentario y jefaturista antes que ser un país constitucional. Dentro de lo que es el confuso y hasta ahora minimalista tránsito a la democracia, eso debe cambiar.
La necesidad de desterrar hábitos castrenses en el tejido social de México y la de dar al gobierno una dimensión genuinamente civil son otras de las premisas del cambio.
ƑCuántos crímenes se han cometido porque sus ejecutores materiales han sido incapaces de discernir cuál es su responsabilidad como ciudadanos y cuál la que se deriva de su condición de subordinados, militantes, miembros de un cuerpo de seguridad, de una organización social o religiosa? ƑCuántas veces sabemos de atropellos o hemos sido atropellados por individuos que, violando la ley, dicen "recibir órdenes" a las cuales dan un sentido de mandato divino?
Es en el Ejército donde ese juego irresponsable de dar y recibir órdenes por encima de lo que establece la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos se cumple de manera más rígida y fatal. Al soldado se le educa para obedecer a ciegas, para realizar cualquier acto, así sea el más ajeno a su función o el más abyecto, sin pensar en si entraña o no una violación a la ley, sólo porque lo ordena el superior o el jefe.
El orden jerárquico militar explota mecanismos tan primitivos como el miedo, la brutalidad, la humillación, el instinto de conservación. Este orden se ha extendido en México a casi todos los ámbitos de vida cotidiana. Muchos hombres y mujeres, pero sobre todo los soldados, podrían decir con Groucho Marx que su nombre es Cállate (el hocico, por supuesto).
Surgido de una revolución popular, el Ejército Mexicano pronto perdió este carácter y readquirió los rasgos que tenía el ejército porfirista. Obsoleto, enquistado, dotado de fueros extravagantes, represivo y fuente de violaciones a los derechos humanos, debe ser sustituido por otra fuerza en la que a sus miembros se les forme en la responsabilidad del servicio público y del respeto a la Constitución.
La civilización de la sociedad mexicana así lo exige. No será, desde luego, el régimen actual el que lleve a cabo esa delicada cirugía. Y ni siquiera podría efectuarla otro régimen si no es con el apoyo masivo de la población.
Una población consciente de que hoy la soberanía nacional poco o nada tiene que ver con las armas, sino con las finanzas.