Ilan Semo
 

Ilán Semo *

La ciudad cercada

Todo Estado moderno está compuesto, en esencia, por dos esferas. La primera es la estructura institucional dedicada a preservar y asegurar la continuidad del propio Estado. La segunda responde al sistema de representación. Diputados, senadores y el presidente mismo ocupan cargos cuya finalidad es producir consensos rápidos, allanar el terreno para próximas elecciones, derrotar adversarios y construir mayorías.
La esfera institucional es lenta, pesada, burocrática y debe velar por la inercia de la maquinaria estatal frente a los vaivenes y conflictos permanentes que distinguen al sistema de representación. Supone una esfera de certidumbre. Por esto, en una democracia constituida, un cambio de mayoría en el congreso o, incluso, una alternancia en el poder ejecutivo no afectan las operaciones básicas y cotidianas del Estado. Del otro lado, el sistema de representación se rige, en cierta manera, por una lógica contraria: sus cargos son ocupados durante periodos breves y contables; los representantes electos buscan resultados rápidos y privilegios súbitos; sus prestigios son tan vulnerables como los de las funciones que cumplen; las alianzas se hacen con la misma velocidad con la que se deshacen y reina la incertidumbre.
Bobio ha sugerido que la eficacia de un Estado depende, en gran parte, del grado de autonomía que separa (y confronta) a su esfera institucional y su sistema de representación. Es la verdadera medida de los contrapesos que neutralizan a los poderes factuales del Estado. Suena irónico: una buena democracia depende de una buena (léase: ética) y autónoma burocracia.
La historia moderna del Estado mexicano ha sido la negación radical de esta autonomía. Durante más de sesenta años, cada administración, sexenio tras sexenio, puso a la esfera institucional al servicio de grupos particulares de interés que degradaban los balances y la perdurabilidad de la gestión pública. Un cambio de secretario inauguraba desde boleros hasta subdirectores y directores. Todo el aparato se regía por la "confianza" y la lealtad ciega. Bastaba con una sucesión presidencial para hacer virar al conjunto de la esfera institucional y enterrar políticas y estructuras públicas enteras. El Estado engendrado por el sistema político devino un gigante gelatinoso. Los sueños se generaban con la misma facilidad que las ruinas.
El régimen que está emergiendo de la transición democrática ha sido, hasta la fecha, incapaz de liberarse de este síndrome. Los usos del presupuesto federal (ahora como instrumento de la vendetta) hablan abundantemente de ello. Condenar al Distrito Federal a los límites del presupuesto normativo, no sólo es el anuncio de que la alianza entre el PRI y el PAN está decidida a voltear la ciudad de cabeza para desacreditar la administración de Cuauhtémoc Cárdenas, sino la reiteración de una práctica que ha fincado la naturaleza paralegal de la política mexicana: degradar instituciones (en este caso el gobierno del Distrito Federal) que son responsables frente a la ciudadanía en general para deslegitimar opciones de cambio (la elección presidencial del 2000 es la más cercana) en el sistema de representación. No hay manera de consolidar una democracia a lo largo de esta perversión.
El presupuesto federal aprobado el 31 de diciembre abre la peor de las vías para los aciagos meses que aguardan al país: la desinstitucionalización de las prácticas de gobierno. Mientras que al Distrito Federal se le limita a sus mermadas fuerzas económicas (en el balance presupuestario es la entidad que más aporta a la Federación), la Presidencia se reserva un fondo para "apoyar a municipios" cuyo inminente destino es el financiamiento del clientelismo electoral priísta. Los recortes a las solicitudes presupuestarias oscilaron entre 2 y 6 por ciento. El recorte a las solicitudes del Distrito Federal 70 por ciento. Uno se pregunta si someter a la capital del país al ostracismo presupuestal no persigue más que crear un régimen de zozobra. Al Poder Ejecutivo no parece importarle que se trate de un gobierno local entero; al PAN tampoco. El mensaje es terrible: se conspira desde el Estado contra la ciudadanía para obtener posicionamientos electorales.
"Times, Times Roman, serif" SIZE>El golpe al Distrito Federal es doble. Se castiga a una administración que se esmeró en demostrar que es posible ahorrar a partir de erradicar la corrupción, y se castiga a una ciudadanía que entregó su consenso a la oposición. La ciudad cercada se ha vuelto un campo minado. Sólo una convocatoria decidida a la participación ciudadana mostraría que la sociedad es capaz de construir su institucionalidad incluso en contra de quienes están dispuestos a incendiarla.