Rolando Cordera Campos
La conversación perdida: el coro y el foro

Si el estado de las relaciones políticas en México se evalúa por resultados, habrá quien apunte al hecho de que los principales cometidos del Congreso y los partidos se cumplen. Lo demás, se nos dirá, es parte del aprendizaje, un costo inevadible de la recepción tardía de la democracia. Sin embargo, estos son razonamientos que satisfacen cada vez menos. En medio está un proceso confuso y lleno de sobresaltos, una retórica que poco tiene que ver con las preocupaciones del ciudadano común y que aleja a los nuevos políticos de la democracia, de las deliberaciones y las angustias de quienes no sólo no pueden seguir con eficacia el sentido de los litigios en el Congreso, sino que ni siquiera entienden los porqués elementales de tanta y tan confusa negociación entre funcionarios, legisladores y dirigentes políticos.

Es claro que la estrategia adoptada por el gobierno federal para lidiar con los actores del régimen que se abre paso, no ha sido capaz de propiciar en ellos y en el resto de la opinión pública un entendimiento efectivo de lo que el país y el gobierno tienen entre manos. Lo que ha predominado son llamadas a un diálogo que nunca se concreta, y en el que nunca se alcanzan a precisar objetivos y compromisos. En los hechos, más que una interlocución ha habido un intercambio interminable de amenazas debajo del cual, sin embargo, todos sospechan que se lleva a cabo una negociación tortuosa, en la que los temas de fondo se hacen a un lado en función de prioridades inmediatas cuyo contenido no siempre se hace claro.

De esta manera, la negociación y la conversación, el discurso y la búsqueda expresa de entendimientos entre adversarios se desnaturalizan y son presentados ante el público, lo quieran o no quienes lo hacen, como algo oscuro, cuando no ilegítimo. Los trabajos del Congreso pierden eje y piso, y todo acaba siendo una feria barata de vanidades.

Hace falta voluntad de las fuerzas políticas para superar este enredo, pero lo peor es que las ofertas de un liderazgo que pudiese haberse forjado en el propio parlamento han sido relegadas, cuando no de plano saboteadas, por los propios protagonistas, los dirigentes de los partidos y el gobierno, que ha dejado al garete a su propio grupo parlamentario.

Podemos insistir en la responsabilidad del Presidente en un momento de transición como este, en el que se requiere asumir riesgos que van más allá del desprecio por los costos políticos. Entre otras cosas, porque en lo que hay que arriesgar es en la política, en la disposición al acuerdo, a ceder y conceder. Es aquí donde se arriesga; en seguir una especie de consigna universal en la que nadie de verdad cree, no hay riesgo; lo que se asoma en el tiempo es una terrible certeza de que las cosas no van a salir bien, porque se descomponen con los días.

Pero la verdad es que ha habido mucho de ``educando a papá'' en estos años finales del presidencialismo autoritario. Temerosos de quedarnos en medio, o de plano huérfanos, lo que se volvió una obsesión nacional fue la ``falta'' de Presidente o, en el triste caso del priísmo, la renuncia del Presidente a comportarse como antes, como primer jefe.

No podemos decir lo mismo de nuestra reflexión nacional sobre el destino y la calidad de la pluralidad política lograda. Es evidente que en este campo nos falta en cantidades industriales una reflexión política sobre las responsabilidades específicas, reclamables, de un Congreso que por primera vez en nuestra historia encarna una pluralidad que hasta 1997 se insinuaba y arrastraba sin conmover a muchos, no desde luego a los que se necesita conmover para establecer en el país la centralidad de la democracia moderna, que es la de los partidos y sus diputados.

Hasta hoy, la crítica se centra en los desplantes y las ocurrencias sin fin de algunos de los más conspicuos dirigentes. Lo que no hemos acertado a hacer, de manera precisa, es el decálogo de hoy, pero también para mañana, ante el que deberán responder los demócratas.

Mal aprobar y descomponer el presupuesto y no cumplir con el compromiso de la reforma fiscal, no pueden formar parte de decálogo alguno, así lo extraigamos de alguna versión alucinada de las revoluciones democráticas. Se trata de un paso atrás en la afirmación del Congreso como el órgano por excelencia de la deliberación política plural y moderna. No nos extrañemos ahora y mañana, ante la emergencia de personalidades nocivas como las que ya asomaron su pobre ambición en las semanas finales del periodo ordinario. Sin foro pero con coro, aunque sea mermado, cualquiera puede aspirar a dirigir y mandar.