La resolución de los grandes problemas económicos y sociales del país dejó de ser la meta prioritaria de la política fiscal. Para sus arquitectos, ésta es hoy una mera operación de suma y resta cuyo objetivo principal es ``hacer cuadrar las cuentas'' y lograr que el déficit del gobierno federal se mantenga en el rango mágico de 1.25 por ciento del PIB. En lugar de la reforma estructural de las finanzas públicas que tanto han pregonado los economistas oficiales y sus publicistas, las medidas fiscales aplicadas en 1998 y las que se adoptaron para 1999 se limitan sencillamente a ajustar el gasto a los magros ingresos gubernamentales. No solo tenemos la política presupuestal más austera de los últimos tiempos, sino también la más pusilánime.
El abandono de los instrumentos de que dispone o puede disponer el sector público para alcanzar objetivos básicos de equidad distributiva y eficacia económica vació de sustancia a la política fiscal y la convirtió en un asunto que, sacado del ámbito de las estrategias de desarrollo, es propio de las tenedurías de libros. Este abandono es anterior a la caída de los precios internacionales del petróleo y tiene que ver con la pasividad general de la política económica y la incapacidad de los funcionarios responsables para proponer a la sociedad una verdadera reestructuración del gasto y los ingresos públicos. El único objetivo fiscal explícito del gobierno es la contención del monto del déficit. No hay duda de que se trata de un objetivo pertinente y necesario, pero no puede ser un fin en sí mismo. Para alcanzarlo, se optó por reducir el gasto, que era lo más fácil, sin realmente buscar alternativas para incrementar los ingresos tributarios y no tributarios del gobierno. Puede ser por falta de voluntad o de convicción, por debilidad política o por mera incapacidad, pero el incumplimiento del compromiso gubernamental de llevar a cabo la reformas fiscal indica una asombrosa falta de previsión y orientación estratégica en este sensible rubro de la política pública. Las medidas adoptadas en los últimos cuatro años, más que acercarnos a la resolución de nuestros problemas fiscales, nos alejan.
Los efectos de ``equidad'' y ``eficacia'' de la política fiscal ejecutada por el actual gobierno no parecen ser positivos, ni -como muchas veces se argumenta- sentar las bases para un futuro más sólido. En esta materia casi todo está por hacerse y es dudoso que en dos años se haga lo que no fue posible en cuatro. La estructura impositiva y la composición del gasto que se configuraron durante estos cuatro años serán reforzadas por la política fiscal decretada para 1999. Su capacidad redistributiva era mínima y nula su capacidad de fomento. Ahora, con la adopción de algunas medidas más o menos desesperadas para elevar los ingresos -como la elevación de los precios de las gasolinas y los impuestos al diesel, que se difundirán al conjunto de la economía- la política fiscal será un factor de ineficacia que, acoplado con las elevadas tasas de interés , repercutirá negativamente en la estructura de costos de las empresas. Sin financiamiento, sin incentivos fiscales para la inversión, con caídas de la inversión pública en infraestructuras y educación, se castiga la eficacia general de la economía y su capacidad competitiva, Esto es grave en sí mismo, pero en una economía abierta es un factor que magnifica los rezagos que padecemos.
Es urgente abandonar la pasividad fiscal que reinó durante todos estos años. Una política fiscal activa no tiene por que ser sinónimo de despilfarro, de subvenciones indiscriminadas, de distorsión de las relaciones de mercado ni de déficit públicos crecientes. De igual manera, la ``responsabilidad fiscal'', sobre la que tanto hemos oído hablar a este gobierno, no tiene por que ser equivalente a austeridad, falta de estímulos y de abandono de tareas sustantivas de promoción económica y de redistribución.
Reestructurar el gasto público no significa apocarlo, como parecen creerlo las autoridades hacendarias, sino depurar los criterios de su asignación, incrementar su tasa de rendimiento económica y social y hacer transparentes su administración. Reestructurar los ingresos fiscales no consiste en subir de manera inopinada el IVA o los impuestos a las gasolinas o a los servicios telefónicos, sino en hacer crecer la base impositiva y ampliar de manera efectiva su progresividad, eliminar los incentivos que hacen posible la economía informal y reducir los costos de transacción que pesan sobre los contribuyentes. Pero sobre todo, significa estimular la inversión productiva y la creación de fuentes de trabajo, que son la fuente primaria de generación de ingresos en cualquier economía.