La Jornada 7 de enero de 1999

Bogart: lo único que uno le debe al público es una buena actuación

Raquel Peguero n ``La única cosa que uno le debe al público es una buena actuación'', solía decir con su natural y seco ceceo el incomparable Humphrey Bogart. Y pagó cabalmente a lo largo de su carrera como actor, primero de teatro -que pensaba era su ámbito natural- y después en las 75 películas que integran su filmografía y de las cuales, casi en la mitad, desempeña papeles secundarios y, por supuesto, de gángster.

Medio año más joven que Hemingway, pero de la misma edad que su gran amigo George Cukor, del gran Bogey -bautizado así por su amigo Leslie Howard- celebraremos este 23 de enero el centenario de su nacimiento. Del año, 1899, no existe duda, aunque del día exacto sí hay discrepancia, ya que Bogart celebraba su cumpleaños cada 25 de diciembre. ¿La razón? Su productora, Warner Bros., cambió la fecha quizá ``para fomentar la idea de que un hombre que ha nacido el día de Navidad no puede ser tan malo como aparece en las películas'', como asegura Clifford McCarty en el libro Todas las películas de Humphrey Bogart.

Mito que pervive

En México se celebrará su centenario con una retrospectiva de siete de sus películas totalmente remasterizadas que se proyectará probablemente en la segunda semana de abril en la Cineteca Nacional. Podremos verlo en todo su esplendor, en El tesoro de la Sierra Madre, que le valió el Oscar por su actuación en 1948, y que hizo bajo el mando de John Houston, con quien también trabajó, ese mismo año, en Cayo Largo -que en el ciclo se manejará como Huracán de pasiones- y en 1941 en El halcón maltés, que también se proyectará aquí, junto con La pasión manda (Raoul Walsh, 1940), Su último refugio (High Sierra, 1941), Tener y no tener, y El sueño eterno, ambas de Howard Hawks, de 1945 y 46, respectivamente. Esa fue la época de su mayor esplendor, pues ya había saltado todas las barreras que se le cruzaron antes de alcanzar la categoría mítica que todavía ostenta.

Nacido en el seno de una acomodada familia neoyorquina, Humprhey Bogart creció al lado de dos hermanas, Frances y Catherine. Su padre, Belmont DeForest Bogart, era un distinguido cirujano, y su madre, Maud Humphrey Bogart, fue una famosa ilustradora de revistas que heredó a su hijo mayor el gusto por el dinero.

Expulsado de la academia -por gastar una típica broma de estudiante- Bogart se alistó en la Marina, cuando Estados Unidos entró a la Primera Guerra Mundial. Sirvió a bordo del barco Leviathan donde, cuenta la leyenda, se clavó una astilla que le dejó de recuerdo una cicatriz en el labio superior y propició que quedara parcialmente inmovilizado. Eso afectó su manera de hablar y preñó su eterna sonrisa con la cualidad de mostrar los dientes como si fuera un castor.

Su peculiar manera de hablar hizo pensar a todos que nunca sería actor, tarea que, por cierto, a Bogart ni se le había ocurrido porque su interés estaba centrado en la dirección de teatro. Comenzó en las tablas neoyorquinas, primero como botones pero poco a poco fue ascendiendo hasta llegar a director en los estudios Brady en Nueva York y en la World Film Corporation, donde tuvo su primer contacto con el cine dirigiendo el final de una película, Life, con tan mal tino que el productor debió terminarla por sí mismo.

La confianza que el atrevido Bogart despertaba en William Brady, hizo que éste lo contratara para dirigir en teatro The Ruined Lady, donde también hizo su primera aparición en escena. Subió respondiendo al reto de Neil Hamilton de ocupar su lugar, pues Bogart lo molestaba, diciéndole que no era difícil actuar: ``Fue terrible, un fiasco -recordó alguna vez Bogey-. En una escena, un actor se tenía que volver loco delante de mí y yo creí que estaba loco de verdad. Me dio verdadero pánico''. Así que decidió que nunca lo volvería a hacer, aunque un factor lo hizo cambiar de opinión: ``Quería ser rico y nunca lo lograría como director escénico. Brady me aconsejó que actuando lo lograría y, para hacer fortuna, me hice actor''.

En 1922 inició su carrera teatral aunque su éxito no se dio con la misma facilidad con que solía fascinar a sus compañeras del celuloide y que se extendió fuera de las pantallas en el clan fiel de seguidoras que lo siguen amando. Sin logros reconocidos subió a los foros hasta 1934: de Drifting, obra en la que su debut hizo decir a un crítico que ese joven es lo que ``benevolentemente se describe como inadecuado'', hasta Invitation to a murder, Bogart participó en 17 obras que se mantuvieron en escena entre 12 y 20 días, aunque un par de ellas sí traspasaron las 300 representaciones.

En la mayor parte de ellas, a Bogart le ofrecían papeles de ``joven romántico'', equipado de una raqueta de tenis y unos pantalones de franela. Durante ese tiempo se había aventurado en la pantalla grande. Filmó su primer película a los 31 años, un cortito llamado Broadway's like that en el que pasó totalmente desapercibido. Debieron pasar seis años más y una decena de cintas donde se intentó hacer de Bogart ``un duro con encanto'' -pero terminó como un gris cowboy pistola en mano- hasta que pudo afianzarse como actor, gracias a su interpretación de Duke Mantee en El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936), que filmó al lado de Bette Davies y Leslie Howard.

El trabajo, secreto para triunfar

Bogey llegó a ese personaje gracias a su amigo Howard -con quien había actuado en la exitosa obra de teatro, en la que está basada, Invitation to a murder- quien le prometió que de filmarse él estaría ahí. Cuando Warner compró los derechos, no pensaron en Bogart para el papel de gángster que le tocó, y en el que él mismo no se veía enfundado, pero Leslie cumplió su promesa y envió un telegrama a Jack Warner que decía: ``Con Bogart en Mantee, o sin Howard en Squire''.

Así inició una de las más celebradas carreras cinematográficas.

Hasta 1941, en que filmó The wagons roll at night (Ray Enright), con la que alcanzó el estrellato, Bogart había participado en una cuarentena de filmes, donde en ``los últimos 34 -contabilizó él mismo- fui tiroteado en doce; electrocutado o colgado en ocho, e hice de presidiario en nueve''. Todo ese tiempo luchó por obtener mejores papeles de los que se le asignaban -y que nunca rechazaba porque seguía el consejo de un amigo de que la única manera de triunfar era trabajando- mientras cada vez resultaba más simpático a un público que pedía verlo.

En un medio marcado por los guapísimos/guapérrimos tipo Clark Gable o Tyrone Power, Bogart se instaló a su lado con la imagen de hombre que no es guapo ni optimista ni sentimental y sí, absolutamente escéptico del futuro, algo que a finales de los años cuarenta no era una preocupación personal, debido a que se cotizaba como uno de los diez actores mejor pagados de la época pues, le dijo Warner al recontratarlo generosamente, ``ya nada te puede estropear más la cara. Si así le gustas al público: así le seguirás gustando''.

Y tenía razón. Su carrera dio un giro con El último refugio (Raoul Walsh, 1941) y poco después le llegó El halcón maltés que fue lo que justamente necesitaba. Se pensó que seguiría ese camino, pero se deslizó como el Rick de Casablanca (Michael Curtiz, 1943), una de las cintas más taquilleras de la historia y con la que obtuvo una popularidad inusitada. Para esas fechas ya se había casado dos veces, la primera con Helen Menken y luego con Mary Phllips con quien tuvo nueve años de ``continuo distanciamiento''. En 1945 filmó Tener y no tener al lado de Lauren Bacall, con quien traspasó el romance de la pantalla a la vida real -tuvieron dos hijos, Stephen y Leslie- y con quien permaneció hasta su muerte.

Vivir a plenitud

La fama absoluta le llegó durante la guerra fría, que provocó una cacería de brujas de los actores relacionados con los rojillos. Bogart no permaneció al margen aunque hay distintas versiones sobre su postura al respecto. Se dice que, presionado por los estudios, declaró que detestaba a los comunistas ``como cualquier persona decente'', frase que siempre negó porque no se consideraba ``tan valioso'' para las productoras y por el hecho de que nunca fue borrado de la ``lista negra''. En el 47 voló a Washington, con otros 23 actores hollywoodenses, para protestar contra la investigación del Congreso sobre los comunistas en la industria cinematográfica. Para ratificar su protesta, ese año filmó La senda tenebrosa (Delmer Daves), y la antiburguesa Las dos señoras Carroll (Peter Godfrey) aunque finalmente se apartó de la polémica para financiar una cinta de denuncia social, Llamad a cualquier puerta (Nicholas Ray, 1949).

En la cima de la popularidad y ya como actor mejor pagado del mundo, en 47 creó su propia compañía, Santana Pictures, con la que hizo cuatro películas actuando en cintas como Siroco (Curtiz-Bernhardt, 1951), para después ponerse bajo las órdenes de directores como Houston, Mankiewicz y Richard Brooks, entre otros. Los años cincuenta le llegan con la conciencia de su imagen pública que lo hacen decir: ``Físicamente no soy duro, aunque puedo aparentar serlo. Pero me vendrían muy bien 30 centímetros más de altura, 20 kilos más de peso, y 15 años menos... y entonces sí, que Dios se apiade de todos''.

En la pantalla aparece entonces un Bogart un tanto diferente y en papeles menos prototípicos. ``Aunque algunas de sus películas provocaban nostalgia del viejo Bogey, otras merecen respeto por sus interpretaciones: el malhumorado guionista de In a lonely place (Ray, 1950), el desaliñado bebedor de La reina de Africa (Houston, 1951), el neurótico autoritario de El motín del Caine (Edward Dmytryk, 1954), y el veterano director de La condesa descalza (Mankiewicz, 1954)'', como bien resume McCarty.

Era un bebedor empedernido -``no puedo confiar en alguien que no bebe. Instintivamente pienso que debe tener alguna razón oculta para no hacerlo, porque tienen miedo de dejar descubierta su verdad'', decía-. En 1956, cuando se estrenó su última película, Más dura será la caída, a Bogart se le diagnóstico cáncer en el esófago. Nueve días antes de cumplir los 57 años, un 14 de enero, murió en Los Angeles.

``Su vida no fue muy prolongada, sí fue rica y plenamente vivida'', dijo Houston en su sepelio y concluyó: ``No hay ninguna razón para que lloremos por él, pero sí para que lloremos por nosotros, por haberle perdido. Es absolutamente irremplazable. Nunca habrá otro como él''.