Patricia Aridjis
Kent Klich
Francisco Mata Rosas
Elsa Medina
Raúl Ortega
José Luis Ramírez
Arturo Ramos Guerrero
Rodolfo Valtierra
Miguel Velasco

Karina Avilés
La Coladera

Fue la última vez que lo vi. A nadie, ni a nada, le importó su desaparición, aunque es posible que ya esté muerto.

Le dicen Marcos. Desde aquel día, la imagen se quedó como una foto que lastima en la memoria, como un instante, como un minuto de dolor de los que se quedan para toda la vida. Entonces lo conocí.

Tenía la cabeza sobre las rodillas e inevitablemente, la mirada se aferró a los dedos de sus pies, no sólo los suyos, sino los de todos, los de todos aquellos infelices que estaban tirados y envueltos como tacos bajo retazos de cobijas que no alcanzaban a cubrirles su pequeño cuerpo.

Era demasiado temprano para tanta oscuridad, una oscuridad única. La que sólo da ``la vida'' en el fondo de una coladera.

Apenas y levantó el rostro. Se sentía muy mal. Un día antes, quiso morirse mezclando pastillas, activo y sobre todo, tristeza. Lo anterior, lo supe después de un año y su verdadero nombre lo conocí mucho después.

Pero en ese momento, estaba allí, muriéndose al igual que los demás niños. Y entonces viene la rabia, el coraje, pues cada uno de nosotros -pienso- los mismos, esos mugrosos que estiran la mano, los de los pelos parados y pantalones rotos, los que se trepan a los cofres a cambio de una mentada de madre y un peso que cae en el suelo, son los hijos de los indios, son los que se alimentan de pescuezos y retazos de pollo, son los de los ojos tuertos y el corazón reventado.

Y ahora, son los niños de las coladeras, los que viven en los sótanos de la ciudad, sin que se les permita ser humanos.

Marcos seguía sin moverse y algunos de Los Ponis, -así se llama la banda- comenzaban a despertarse.

-¿Qué quieres? -decían agresivos y con la desconfianza que le guardan a los que viven arriba.

Otros, pedían cigarros, tacos, jabones, cepillos de dientes y comida. Por lo pronto, se acabaron las cajetillas. Enseguida, llegó un silencio grave, el tiempo transcurrió a una velocidad o una lentitud -ya no sé- en el que incluso, dolían hasta los olores, pues allí, adentro, huele amargo, a niño-desperdicio.

La mirada caminó por los muros, los rostros, las manos, y el llamado ``pantano'', que aunque ninguno de los habitantes ha caído en él, éste se encuentra amenazante, convirtiendo su saliva en un río de basura, botellas de plástico y una que otra rata que emerge de su esófago de tres metros de profundidad.

El resto de la coladera consiste en una cama, (pedazos de cartón y cobijas) y un ropero, hecho con cajas de jitomate, una encima de la otra en la que guardan sus recuerdos, una fotografía, una camiseta o un pantalón que se trajeron del pasado y que es lo único que de vez en cuando, los conecta con el mundo exterior.

Ese día, Marcos, El Pachuco, el jefe de la banda, se había dado por vencido y junto con él, el resto de Los Ponis. Quiero no ser niño de la calle, quiso trabajar, quiso dejar la droga, quiso regresar al estado de Hidalgo, su casa, quiso que lo quisieran y sobre todo, siempre quiso sacar de las coladeras a todos los niños de la ciudad que viven en ellas...

Se llenó de intentos que se fueron rompiendo uno a uno. Fue y regresó de mil casas hogares, orfelinatos, de las agencias de los ministerios públicos, de los tutelares de menores, se llenó de palizas y de la crudeza de verse al final, y como siempre, en el abandono.

A los nueve años, al huir de los golpes que le propinaba su padrastro, comenzó a deambular en el frío que cala hasta los huesos de la capital hidalguense. En Pachuca, trabajo como diablero hasta que unos chavos de allá le dijeron: ``vámonos para México''.

Aquí, en la ciudad, empezó como cantante, vendedor, lavacoches y jardinero, Sus 13 años se juntaron con el consumo de activo. Alguna vez, pensó que todo seria diferente, que había recuperado el respeto de sus padres, pues era educador de calle y ya vivía en un cuarto.

Pero todo lo perdió, vino la desilusión, el cansancio, ese instante de sobrevivencia que cuando ya no existe, arroja hasta el fondo y al descubrimiento de la nada.

Así inició su verdadero descenso al submundo de la coladera, que para llegar a ésta, es necesario hacer un viaje sobre cuatro patas, las delanteras, deben aferrarse, adherirse al primer hueco que aparezca en aquellos muros y las que sirven de sostén, deben resbalar poco a poco.

Después de aquella ocasión, regresé. Algunas veces, los encontraba casi muertos y otras, suplicándole al tiempo que les llegara la muerte. Un día, no recuerdo cual, Marcos, el jefe, desapareció.

Los niños cuentan que unos judiciales se lo llevaron, pero la verdad, es que nadie lo volvió a ver.

Desde entonces, la coladera ya no tiene ni el ropero, ni la cama, ni los niños que allí vivían, ahora, es un nido de basura en donde habitan nuevas desesperanzas.


Regresar a La Jornada: