Ediciones El Milagro me envió dos muy diferentes libros de teatro -coeditados con el CNCA- que mucho agradezco. El primero, de su colección Teatro, contiene tres textos de Dario Fo bajo el título general de Muerte accidental de un anarquista que sin duda seducirá a quienes recuerden el montaje universitario de 1983, gran éxito de su director José Luis Cruz y, sobre todo, del actor que interpretó al Loco, Héctor Ortega. Las tres obras del volumen fueron escogidas con singular tino, ya que muestran al Fo decididamente político (La muerte accidental...) al Fo que encara la pasión amorosa en una muy sui generis versión de la historia de Apolo y Dafne (Quien roba un pie es afortunado en amores), sin descuidar las referencias sociales y políticas y el Fo que colabora con su mujer, la actriz Franca Rame, en la escritura de textos, casi siempre monólogos, de una muy clara intención feminista (¡gordura es hermosura!).
Dario Fo es un autor ampliamente conocido en México, uno de los dramaturgos extranjeros que han tentado a directores muy diversos y quizá el mayormente escenificado. La obtención del Nobel de Literatura que se le concedió en 1997, produjo en la mayoría de nosotros gran regocijo, porque se reconocía al último juglar, y pasmo, porque el muy conservador premio se otorgara a un herético hombre de izquierda (aunque ahora, con el Nobel de José Saramago hay razones para sospechar que un fantasma recorre la Academia Sueca). De inmediato llegó la repulsa papal, la indignación de los cultos y la aparición de las infaltables listas de quienes no obtuvieron el galardón. Y a propósito, cabría aludir a las mucho más ominosas listas, que nadie elabora cada año, de quienes sí lo obtuvieron y ya nunca son leídos o tan siquiera recordados.
La duda mayor acerca de un premio literario para Dario Fo es, justamente, el uso del lenguaje que tan poco compagina con lo que se entiende como ``literario''. Cuando un texto suyo es representado, poco nos fijamos en ello, porque es un lenguaje traducido, pero sobre todo por su eficacia teatral. No me refiero al grammelot, el lenguaje inventado por los cómicos renacentistas, compuesto de algunas palabras del idioma que se quiere imitar pero sobre todo de disparates dichos con el acento y el ritmo de ese idioma. Me refiero al lenguaje verdaderamente vulgar que cada traductor debe ir adecuando. El traductor de estos textos, Sergio Martínez, emplea mexicanismos que probablemente correspondan al italiano original. Lo único que lamento de su introducción es que no tocara el tema. Y también me molestó el uso que hace de la palabra bambalinas en lugar de bastidores, pero eso siempre me molesta.
El otro libro que El Milagro me envió fue La puerta abierta. Reflexiones sobre la actuación y el teatro, de Peter Brook, dentro de su colección de teoría, El apuntador, en traducción de Gemma Moral Bartolomé y versión de Lucinda Gutiérrez. Brook en este libro usa un seminario dado en París (La astucia del aburrimiento) y dos conferencias pronunciadas en Kyoto (El pez dorado y No hay secretos) y continúa muchas de las tesis contenidas en su famoso libro El espacio vacío. El cuerpo del libro es muy interesante en sí mismo, ya que se trata de uno de los teatristas más importantes de la escena mundial, aunque siempre quede la duda de qué directores principiantes intenten seguir sus pasos, por ejemplo en el caos escénico que pudieron ser los ensayos de La tempestad que detalla en No hay secretos, caos que sólo puede intentar un maestro como él, cuya reputación hace que los actores lo sigan sin titubeos.
Con todo, lo que resalta en esta edición es el prólogo de Héctor Mendoza, en donde el maestro mexicano habla de los puntos que le resultaron sorpresivos del texto del maestro inglés; discute con éste y lo reinterpreta de acuerdo con sus propias teorías. Bueno, casi siempre, porque en algún momento ha de reconocer que ``cada quien tiene su método de matar pulgas''. A los siempre sugerentes textos de Brook -que demuestra su gran creatividad al aprovechar una limitación, como es el de leer escrita una conferencia en lugar de improvisar, para establecer partes de su teoría- se suma ese prólogo-debate, en donde Mendoza expone sus puntos de vista. Es este un pequeño libro en verdad imprescindible para entender muchos de los lineamientos del teatro contemporáneo. Uno de ellos, que no puede soslayarse, es el ``nosotros'' que Brook emplea para referirse al trabajo de puesta en escena -a diferencia de la primera persona singular usada cuando habla de sí mismo- con la que, sin decirlo, da cabal idea de lo que de tarea común tiene el arte teatral, marginados todos los vedetismos.