Jorge Camil
Los Clinton

Es cierto que la política es, a una vez, juego de cinismo y también una especie de malabarismo que permite mantener en el aire las expectativas e ilusiones de millones de electores, pero los Clinton rebasan toda proporción. (Sí, digo el apellido en plural, consciente de que la presidencia de los Estados Unidos ha sido compartida en los últimos años por una pareja de socios políticos --que no esposos--, dedicados a mantener, utilizar y disfrutar el poder contra viento y marea).

Clinton, el varón, es la figura pública que besa bebés, cautiva al electorado femenino con la voz meliflua de los caballeros sureños, soba las espaldas de cuantos se acercan a saludarlo y designa --con bombo y platillo-- negros, latinos, mujeres y discapacitados para ocupar los puestos más relevantes de la política nacional. Mientras Clinton, Hillary, fría y calculadora (una de las mejores abogadas de Estados Unidos), desempeña, tras bambalinas, y sin haber sido elegida por el pueblo, la delicada encomienda de diseñar la estrategia y escoger las prioridades nacionales.

El problema es que los Clinton disfrutan las emociones fuertes: juegan a la ruleta rusa (hasta hoy, con un éxito innegable) en la peligrosa encrucijada donde se conjugan la política partidista, el poder, los intereses financieros, los compadrazgos y las debilidades humanas. La lista de los escándalos políticos en los que han estado directa o indirectamente involucrados (y de los cuales han salido, hasta hoy, bien librados) es interminable e incluye, para citar únicamente los principales: el suicidio de Vince Foster (ex socio de Hillary y consejero jurídico de la Casa Blanca); las contribuciones políticas de comerciantes asociados con el gobierno chino; la destitución de Mike Espy (Secretario de Agricultura); los favores a Tyson Foods, Travelgate; la misteriosa desaparición (y aún más misteriosa reaparición) de las facturas del antiguo bufete de Hillary; las correrías de Vernon Jordan (el amigo incondicional y abogado de Bill); Whitewater; Paula Jones; Kathleen Willey y, finalmente, Monica Lewinsky.

Hoy, sin embargo, tras un revés inesperado, el presidente popular que planeaba dedicar los dos últimos años de su mandato a ``consolidar su lugar en la historia'', es el primer mandatario contra quien la Cámara de Representantes ha aprobado dos cargos específicos: perjurio y obstrucción de la justicia.

El proceso de destitución, sin embargo, debe ser confirmado por el Senado, en un juicio político ante el presidente de la Suprema Corte, y en el cual deberán actuar como jurados los cien miembros de la cámara de senadores quienes, bajo pena de cárcel (así lo dictan las centenarias reglas del senado), deberán limitarse a guardar silencio y evaluar en conciencia las pruebas presentadas contra Clinton por fiscales específicamente designados en la cámara de representantes.

Por increíble que parezca, el affaire Lewinsky ha creado ya una peligrosa división partidista en el seno del poder legislativo, y una crisis constitucional que amenaza con atraer hacia el ojo del huracán a los tres poderes del gobierno. (No deja de ser preocupante que algunos demócratas influyentes han comenzado a referirse al proceso de destitución como ``el golpe de Estado republicano'': la venganza perfecta por el derrocamiento de Richard Nixon en medio del escándalo de Watergate).

La lucha política por la destitución presidencial ha comenzado a permear la sociedad civil. Ya se han formado grupos cívicos que, apostados en sitios estratégicos, solicitan fondos para la defensa legal del presidente con pancartas que anuncian: ``Ayude a salvar la presidencia'' ¿Se salvará? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero los Clinton, formados en la lucha partidista, se preparan a dar la pelea de su vida.

Las opciones son limitadas: negociar con el Senado para evitar el juicio, es decir, una especie de perdón (poco probable); asegurar que, de llevarse a cabo el juicio político, los republicanos no obtengan los doce votos demócratas necesarios para destituir al presidente (nada seguro, por la cantidad de demócratas que reprueban los devaneos presidenciales). Finalmente, esperar que el Senado, en uso de facultades constitucionales, suspenda el juicio y cambie la destitución por un voto de censura y una posible multa al presidente.

¿Quién lo hubiera pensado?: la pareja política más popular de Estados Unidos al borde del precipicio por un affaire de pacotilla.