El sistema político mexicano es por regla general desde 1833, en que Santa Anna asumió el poder como instrumento al servicio de la plutocracia de la época, un sistema infiltrado profundamente por la corrupción, es decir, por la desatada propensión al enriquecimiento personal de la alta burocracia política, a costa de un manejo fraudulento del erario y de un provechoso entendimiento con los dueños nacionales o no nacionales del capital, conducta que implica el entronamiento de una cultura inmoral y el desconocimiento de los valores imbibitos en el Estado de derecho. La corrupción no sólo acaudala a los funcionarios, sino muy principalmente a las élites económicas que en verdad gobiernan a los gobernantes, resultando así que la corrupción es un modus faciendi de los negocios en que se enhebran las decisiones políticas y las ganancias de los grandes empresarios, ganancias estas que no podrían gestarse ni multiplicarse sin el uso faccional del poder público. Ahora bien, la corrupción por su naturaleza intrínseca, por su lógica de operación, es opuesta a las demandas del pueblo, o sea a la democracia, y al bien común no en su sentido teológico --la Ciudad de Dios en la Ciudad del Hombre-- y sí en su connotación humana --aplicación del poder político a la satisfacción de las necesidades generales--, por lo que dicha corrupción también es opuesta a la honestidad como identificación del acto del hombre con la moral social.
La corrupción del sistema político mexicano ha tenido sin duda alguna excepciones admirables: Hidalgo y Morelos en la Insurgencia, Juárez en la Reforma y Zapata, y Lázaro Cárdenas en la era revolucionaria, son ejemplos culminantes de lo que un político es cuando manda obedeciendo, según la feliz expresión ética y democrática de los zapatistas chiapanecos. Más allá y más acá de esos gigantes hay un abominable continuum en el contubernio entre la autoridad y los hombres del dinero, en el cual la primera desempeña el papel del responsable político de la creciente acumulación patrimonial en el haber de los reyes del capitalismo, contubernio que da perfil propio al autoritarismo presidencial en México, cuyo desempeño, repetimos, desde Santa Anna hasta el presente ha sido el de guardar de cualquier modo, incluido el crimen de Estado, el dominio de los poseedores del big money.
¿Cuáles son los más agudos peligros que amenazan la estabilidad del presidencialismo autoritario y sus implicaciones sociales? Dos son vistos con terror por sus persistentes epígonos: el primero se llama democracia, porque la autarquía de los menos ha sido siempre derrotada cuando triunfa la palabra de los más; y el segundo es la honestidad, porque la moral excluye por necesidad las prácticas corruptas. Y esto es precisamente lo que tanto incomoda al presidencialismo de nuestros días cuando contempla desde sus amurallados palacios las banderas izadas por Cuauhtémoc Cárdenas en la ciudad de México. Es en los últimos diez lustros y fracción el único gobernante que ha sido elegido por el sufragio libre del ciudadano, en las recientes elecciones de 1997, y es también el primer gobernante que exhibe públicamente, sin temor ni ocultamiento, las cuentas de una administración que no carga de tributos al pueblo y que estimula en todo lo posible el bienestar de las familias, contrastando fuertemente con lo que ha sido tradicional en el último medio siglo.
El disparo que se hizo contra Cárdenas con la aprobación presupuestal para este año, resultó un tiro por la culata. El no autorizar el endeudamiento solicitado por el Distrito Federal y el arrebatar a éste la suma millonaria que le correspondería por la partida del fortalecimiento municipal, han permitido, contra lo esperado por el enemigo, dar lucimiento a la honestidad del jefe del Distrito Federal como una consecuencia de su reconocida cuna democrática.