Este 1999 se antoja como un año en el que por razones equívocas, o francamente erróneas, la celebración de efemérides será particularmente intensa. Esta hipótesis surge, en parte, por las descarriadas percepciones calendáricas de quienes con necedad singular insisten en que la década, el siglo y el milenio terminarán con el último día de este año, cuando lo cierto es que tal celebración debería ser pospuesta hasta el día en que el año 2000 transite hacia el 2001, el verdadero comienzo del tercer milenio.
Sea como fuere, dos efemérides musicales son especialmente importantes en nuestro medio; recordar a Silvestre Revueltas (1899-1940) y Carlos Chávez (1899-1978) no requiere explicación o justificación alguna, sólo el deseo de que las celebraciones sean coherentes y productivas. En el entendido de que el contexto de estos dos notables centenarios musicales mexicanos ya fue proporcionado ampliamente en estas páginas por Pablo Espinosa, hoy enfoco mi procesador de palabras a comentar otras celebraciones posibles, aunque algunas de ellas no son del todo probables dada la tendencia de nuestro medio musical a apostar por lo trillado y lo seguro.
Para muestra, el muy convencional concierto de bostezo (que probablemente convoque a muchos) propuesto por la Orquesta Sinfónica Nacional para recordar al llamado Rey del Vals, el patilludo caballero vienés Johann Strauss Jr. (1825-1899). Para efectos prácticos, el mencionado concierto es una tibia, pero muy reconocible calca, del eterno y siempre idéntico concierto de fin de año de Viena, recientemente reproducido con apatía singular en otros sitios. Para muestra, el concierto de año nuevo ofrecido el 31 de diciembre de 1998, por la Filarmónica de Nueva York, bajo la conducción de su titular Kurt Masur. La primera parte del concierto se redimió por el hecho de incluir algunos bellos fragmentos de El caballero de la rosa, del otro Strauss famoso, el alemán Richard.
En la segunda parte, los mismos valses, las mismas polkas, las mismas marchas de siempre, coreadas de la misma manera por el mismo público de siempre. Lo realmente asombroso fue oír a la Filarmónica de Nueva York haciéndose bolas con los unísonos en la Polka pizzicato, de Strauss Jr., con suciedades diversas y entradas a destiempo, y ver a Kurt Masur dirigir una versión muy fea del famoso Danubio azul, sin pausa, contraste o matiz alguno, como queriéndose largar rápidamente de ahí para atacar el suculento pavo. Es decir que en la noche de año nuevo, en todas las orquestas se cuecen habas a medias.
Más atractivo se antoja, en todo caso, recordar este año a dos notables compositores franceses, Ernest Chausson (1855-1899) y Francis Poulenc (1899-1963). En el caso de Chausson será posible rescatar su bello Poema para violín y orquesta, o su atractivo Concierto para violín, piano y cuarteto de cuerdas. También estimables resultan su ciclo sinfónico-vocal Poema del amor y del mar, así como una sinfonía suya que si bien no es muy sólida sí tiene momentos de rico lirismo. Pero sin duda, lo mejor que se puede hacer este año en recuerdo de Chausson (muerto trágicamente en un inesperado bicicletazo) es cantar y escuchar sus espléndidas canciones, que están entre lo mejor de la gran tradición de la mélodie francesa.
De Poulenc, su centenario natal bien podría ser pretexto para rescatar algunas de sus agudas obras instrumentales y de cámara, así como creaciones suyas más ambiciosas: el Gloria y el Concierto para órgano. Y si algún organizador o promotor operístico sufriera un súbito ataque de agallas e inspiración, quizá sería posible escuchar Las tetillas de Tiresias, El diálogo de las carmelitas o La voz humana, trabajos operísticos de Poulenc muy distintos entre sí pero muy atractivos.
Sin embargo, como en el caso de Chausson, quizá la parte más disfrutable del catálogo de Poulenc es la que contiene sus canciones; en ellas no sólo hay música de alta calidad y gran refinamiento, sino también la muestra de un gusto literario exquisito y casi infalible.
Así pues, ojalá se materialice la esperada abundancia de Revueltas y Chávez en este 1999 y, en el mejor de los casos, que el resultado trascendente sea una nutrida serie de grabaciones discográficas de sus obras. Y si hay tiempo, ojalá que algunas de nuestras mejores voces dediquen algo de su aliento a Chausson y Poulenc, cuyas canciones bien lo valen.