Este primero de enero se cumplieron los primeros cinco años de una fecha clave en el (no)desarrollo de México. Tal día se completó el primer lustro de una nación que terminó de malbaratar su proyecto de futuro, pero que de inmediato (re)descubrió su potencial para cuajar un nuevo proyecto. Por cuanto a lo primero, podría llamársele el primer lustro de un México en agonía; por cuanto a lo segundo, el de un México en renacimiento.
El 1¼ de enero de 1994 estalló esa chispa tan paradójica. Por un lado, entró en vigor el Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado poco antes por nuestro gobierno con los de Estados Unidos y Canadá. Por otro lado, pero al mismísimo tiempo, ganó la luz pública el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ya mundialmente conocido como EZLN.
En el primer caso, un modernísimo tratado que habría de transportar a México en el mundo avanzado, más bien lo atornilla en el atraso. Y en el segundo, un movimiento supuestamente arcaico -dada su composición indígena y su accionar guerrillero- abre un horizonte de democracia inclusive más avanzada en varios renglones que la de los países más modernos. Chispa en definitiva paradójica.
No se niega que el TLC ha reportado beneficios a México. Si no lo hubiera hecho así, simplemente no podría llamársele tratado, y a sus negociadores se les hubiese tachado de algo mucho peor que irresponsables. El verdadero punto a discutir y evaluar es el alcance de esos beneficios (cantidad, calidad, durabilidad), y sobre todo el saldo que arroja su comparación con los perjuicios correspondientes: ¿beneficios a cambio, o a costa de qué? Aquí sólo hay espacio para bosquejar algunas respuestas embrionarias o hipótesis (en lenguaje académico), pero cuya comprobación ya es extensa y contundente en trabajos como los de la Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio (RMALC).
Como era previsible, el TLC básicamente ha beneficiado a un puñado de enclaves regionales más o menos modernos en el norte y el centro del país, así como a un puñado de mexicanos entre los que sobresalen grandes empresarios ligados al comercio exterior. Pero a cambio de esos beneficios (por lo demás pasajeros en muchos casos), el resto de la sociedad ha absorbido los perjuicios del propio TLC: competencia dispareja, desplazamiento del mercado, reducción de utilidades y salarios, quiebra de empresas, aumento del desempleo, la pobreza y la marginación lo mismo que de la criminalidad, la violencia y la inseguridad de todo tipo (desde la personal hasta la nacional).
Y lo más grave hay que medirlo en términos cualitativos y a largo plazo, es decir, en lo tocante al proyecto de nación. Bajo ese rasero, el actual TLC deja a México sin la posibilidad de transformarse en una nación desarrollada. Tiende a pulverizar sectores tan importantes como el agropecuario y la industria de bienes de capital. De hecho, ya pulverizó la idea de recuperar la autosuficiencia alimentaria y la de contar con una política industrial. En contrapartida, tiende a apuntalar a México como una economía de segundo piso (maquiladora).
En lo político, ese TLC es el banderazo de salida hacia un futuro eventualmente peor que el de Puerto Rico. Este todavía es un Estado libre y asociado. Por sí sola, en cambio, la problemática migratoria confirma que a Estados Unidos sólo le interesa asociar a México en lo que a aquél conviene y decide. Así, los mexicanos podremos hablar de todo, menos de una nación libre y con proyecto propio.
Por eso surgió el EZLN, el mismísimo 1¼ de enero de 1994. Surgió para decir lo que alguien tenía que decir bien y fuerte: ¡Alto al asesinato de la nación mexicana! Por eso su base la conforman los pueblos indios de México, pues nadie como los fundadores de la nación puede sentir más su exterminio. Y por eso, este inicio de año México cumple el primer lustro no sólo de agonía teleciana, sino también de renacimiento zapatista.
El reto es complejo pero inequívoco: ganar la fuerza necesaria para recuperar soberanía y lograr una buena reforma del TLC. Una reforma resumible en que dicho tratado deje de ser para México su actual proyecto de no-nación y más bien se transforme en algo que ayude a cristalizar el nuevo proyecto requerido: con nuestros pobladores originarios por delante, o por lo menos bien juntos.