La profundización de la crisis actual durante 1999 se unirá en muchos países latinoamericanos importantes con las elecciones presidenciales. Buena parte de las direcciones de los partidos de oposición (o de gobierno, como los socialistas chilenos) que dicen ser partidarios de un cambio, ven a éste sobre todo como una cuestión de estilo político y concentran toda su propaganda sobre la honestidad y la lucha a la corrupción.
Por supuesto, estas son condiciones sine qua non, pero no son suficientes para el cambio que desean las mayorías populares, que por eso desconfían de los partidos. Es más, en casos como el del radical De la Rúa, alcalde de Buenos Aires y candidato a presidente de las República por la Alianza Opositora, el hecho de que sea ya desde hace rato conservador dentro de un partido liberal-conservador, como es desde hace 60 años el Radical, no hace de él el más indicado para ganar los votos plebeyos provenientes del peronismo, por más que nadie discuta su honestidad. Lo mismo sucede con los socialistas chilenos: ¿puede alguien, en su sano juicio, creer que con una política moderada calmará o, pero aún, atraerá a los pinochetistas?
La preocupación política por aparecer centristas y moderados para ganar nuevas franjas del electorado está dictada, en el mejor de los casos, por un cálculo absolutamente abstracto y falso y por el desconocimiento de la realidad de sus respectivos países y del mundo, y por una preocupación excesiva por lo que puede pensar el establishment internacional o por la posible reacción de las clases dominantes.
El caso Chávez, sin embargo, debería hacer pensar, pues sin partido y contra los partidos, sólo con la idea imprecisa del cambio, el teniente coronel arrasó en un país como Venezuela con tradiciones de sublevaciones populares contra las dictaduras y de organización política socialdemócrata, comunista, democristiana que debieron ser superadas (es decir, recuperadas en otra forma y modificadas) por los electores.
Sin embargo, muchos candidatos no piensan en lo que fueron las banderas sociales chavistas: no sólo la corrupción, sino la falta de justicia social, la desocupación, la sumisión al imperialismo, las ofensas a la identidad nacional. Porque las necesidades sociales son las que exigen soluciones políticas y éstas no pueden ignorar la urgencia de dar respuesta al hambre de justicia, de dignidad, de trabajo, de educación, de sanidad; o sea, de una una alternativa a la política del capital financiero internacional.
Los candidatos que esperan ganar las presidencias en general se limitan sin embargo a la disputa política politicista y no a plantear -por lo menos- la necesidad de discutir las grandes líneas programáticas para el cambio social y político en sus respectivos países y en el continente. Al no hablar de qué piensan hacer contra la desocupación, en defensa del mercado interno y de los salarios reales, qué proponer para los jubilados y cómo piensan pagarles una pensión digna, qué proponen para el campo y qué soluciones tienen para la balanza de pagos deficitaria, al no plantear cómo piensan reorientar la educación ni qué prioridades darán al presupuesto, ni qué clases de integraciones intentarán con otros países latinoamericanos para evitar el abrazo del oso que les da el Tío Sam, esos políticos se ponen de espaldas a su electorado potencial, lo empujan hacia la desmoralización y la abstención y trabajan así para la derecha populista, a la Duhalde o la Menem. No hay peor ceguera que la de estos seudo-realistas, obnubilados por la opinión de los círculos áulicos, sordos a las exigencias populares.
Un programa no es un lista de cuestiones que exigen una solución: es un conjunto de ideas-fuerza que hay que machacar en la conciencia popular para transformarlas en organización, dando forma a la voluntad de cambio, precisando conceptos, convenciendo de que la alternativa es viable y de que existen los medios y los modos para imponerla a condición de cambiar la relación de fuerzas social. Porque una campaña en pro del cambio social es también una campaña de educación política y de organización permanente para que el votante se convierta en un constructor de poder y en un control implacable sobre todo y sobre todos, incluido el partido o el candidato por el cual votará. Además de la honestidad hay que demostrar sensibilidad política y social, y audacia organizativa.