La Jornada Semanal, 10 de enero de 1999
-1-
Asfódelos
``Cati saur relatir más apo'', había dicho Bonino; ``más apo mitarocolami si come tas tosi son capitali'', había dicho Bonino en las postrimerías del almuerzo, acaso cuando el almuerzo, fenecido, incluía la angustia de la tarde. Y Juan Carlos Maldonado recordaba a sus interlocutores, sílaba por sílaba, estos sonidos, aunque en ocasiones sostenía que su sola escucha, como la imposibilidad simultánea de representarlos fuera de esa voz fugaz, perecedera, misteriosa, lo inhibieron por años de imaginar poemas: no hay línea de poema alguno equiparable, afirmaba entonces; créame, gustaba agregar que lo que nació y murió con esa voz no volverá a existir.
Pero ciertos detalles prefería callárselos o dejar que quedaran librados a las conjeturas: la manera amorfamente unánime, con dejo de procesión desordenada, de respues-ta de cobayos a los estímulos de un experimento, con la cual las personas que vivían allí se dirigían a las mesas del comedor, era un detalle. Algunos ancianos no se movían de ellas desde la comida previa: permanecían en sus asientos, carentes de expresión en la mirada, o acodados -tal vez un poco llorosos- a las superficies de formaica; determinados habitantes de la casona, por impaciencia, iban a buscar a las enfermeras en cuanto partían con las grandes ollas desde la cocina, y las escoltaban a través de senderos o patios, casi siempre peleando para tomar a su cargo los tarros llenos. Varios más -tal el caso de Legui-, apenas estallaba en el ambiente, como una convocatoria de ser superior, a las doce exactas, la sirena de una cercana fábrica de cerveza, orientaban sus pasos a la mesa lateral empotrada al muro del comedor y empezaban el reparto urgente de vasos, y la ubicación simétrica de platos y cubiertos, todos de lata dobladiza.
Aquella serie de rutinas se inició, como manecillas de un gran reloj, en el almuerzo donde Bonino habló con Maldonado de su fabulosa vida en el teatro y, al final, dio ejemplos del ``idioma'' o ``idioma ese'', eufemismo suyo para nombrar lo que hacía en escena, una catarata de sonidos orales exenta de sistema -el sistema dependía de algo tan arbitrario como su garganta-, tema al que el escritor aludía con una fórmula tautológica: ``así es''. Se supone que las imágenes se le entremezclaban o confundían a Maldonado, y la tautología le servía para ganar tiempo: primero mencionaba una imagen, y a continuación, sin terminar de describirla, saltaba a otra reiterando con pocas excepciones el método. Así osciló el rostro de Bonino -rubicundo, con esa clase de piel que de tan blanca enrojece y se transparenta, como las manchas violáceas o satinadas en el viejo papel de fotografías, con enormes entradas extendiendo el ceño a la zona superior de la cabeza, con los ojos inmóviles detrás de la montura de los lentes, la nariz aguileña, la mandíbula separada en dos semiesferas por el hoyuelo-, a esa misma estructura de cara, ancha pero también borrosa por los efectos de la sombra en el recinto con fondo de ladrillos a la vista. Esa cara asomaba detrás de una ilusoria valija, narraba Maldonado, estirándose la casulla, elevando las manos al cielo juntas como el Papa -cualquier Papa, pues se trataba de una criatura ficticia, elaborada de mímica- y exclamando ``cateplé plé ocho-plé'', que expresiones de tal naturaleza producía su mundo de ruidos imaginarios.
La suerte había querido que poco antes los dedos índice y mayor de la mano izquierda de Boni-no, usados a dúo y hacia abajo como anzuelos, remedaran sus extremidades inferiores a partir de las rodillas cuando ingresaba para el primer acto, desde el techo y por la claraboya abierta, igual que el intruso de una comedia, en la escena del pequeño teatro de Mont-martre donde él sostenía que actuó por espacio de más de tres años.
[...]
-¿Un poco de agua? -Legui interrumpió la charla de Bonino y el escritor, y se dirigió por lo bajo al oído del segundo: -Ahora el Loco Mío agarra un montón de hojas grandes que le trajo la madre y las dibuja. No sé, ni él sabe lo que pone. Después hace un ruido raro con la boca y las rompe. Queda el piso tapado de papeles ¿vio?
El motivo de estos rápidos, maledicientes informes, era como siempre la figura de îscar. Legui emprendió la tarea de cubrir de agua los vasos de las mesas: estaban sentados don Bruno, las ancianas doña Leta y Catalina; estaban La Sidosa, îscar, Eva María, Molly, Blanca, Aída, Fumarola -alias Meaditis-, Hermes, Marcos, Levinson, Cora, Astaire. Estaban el hombre de la boina de para-caidista, el hombre de la bufanda azul, y todos los imaginados e inimaginables miembros de esa co-munidad que habían cruzado maquinalmente bajo el dintel de la puerta plegable, con cuatro hojas y persianas de vidrios espejeados, las que devolvían la imagen reflejada y nada del mundo exterior, como si propusieran un símbolo del encierro: que cada quien estuviera circundado por su doble.
[...]
-Primero hice un espectáculo, primero hice un espectáculo -Bo-nino solía reiterarse y, como ahora, dejar la frase en suspenso. -El espectáculo que yo hice en Europa constaba de cuatro partes: una la del mapamundi, después usaba una mesa donde comía, después una valija y después un pizarrón donde escribía mis verbos.
-En realidad no estamos preparados para ser cristianos -dijo Astaire-, no estamos preparados para el amor. Quién sabe, Maldo-nado, si el consumo de psico-fármacos por toda la sociedad no sea la preparación para el amor. ¿Usted qué opina?
Parecía evidente que Bonino ingresaba a la charla con una calma teñida de desapego: para él estaba bien tener el uso de la palabra, como estaba bien no tenerlo y tal vez fuera mejor lo segundo. No se le notaba énfasis, entusiasmo, ni un gramo del histrionismo necesario para sostener la presencia propia en el acto de comunicarse; en el escritor encontraba cierto estímulo interrogador, tácito o inventado, y él atendía dicho estímulo como las plantas de interiores orientan sus ramas hacia la única ventana por la que les llega la claridad. Astaire, en cambio, ocupaba el lenguaje, tenía deseos de transparencia, y gustaba de decir conceptos redondos, de esos que se dejan sentir como un espejo liso.
[...]
-Según mi doctor me voy en quince días -dijo Astaire. -Los médicos ponen rótulos: esquizo-frenia, paranoia. Yo podría mentirle a mi doctor: que ya no veo a Dios, y salir pasado mañana. Si le digo la verdad: que veo a Dios, me da el alta dentro de seis años.
[...]
-Mi descanso, si existiera, debería ser el fin de la sensación de que un instante por venir, actual de tan próximo, invasor de lo que me rodea, trae una certeza de irrisoriedad -reflexionó Maldonado. Algo sin nombre ni origen no es ya que me agreda: sencillamente le quita sentido a todo, a todos nosotros. Una luz como la que entra por la ventana -pensaba Maldonado- transporta esta sensación: nieve amarilla, pigmento que inmoviliza como a estatuas de sal los relieves, y afirma la vida hasta el ángulo de un roce íntimo entre sol y sombra.
-¿De dónde sacó usted aquel lenguaje? -Maldonado se dirigió a Bonino.
-La idea del idioma ése me me me -tartamudeó Bonino- viene de repente. Ya había empezado yo a practicar idiomas imaginables, ima-ginados.
-De repente ¿cómo? -dijo Maldonado.
-Es difícil de explicar -Bonino dijo ``explicar'', aunque tal vez agregó al uso del verbo la partícula ``lo'': ''explicarlo''; sus palabras, recordadas por Maldonado como si circularan en una moviola, se irían comparando poco a poco a un registro escaso que emergía de las cuerdas vocales de un hombre viejo. Hacía rugidos antes. Hacía zequi zequi, hacía ah ah ah.
Bonino comenzó de pronto a emitir una modulación continua de la voz ``ah'', con variaciones mínimas que estaban gobernadas por su inteligencia como si ejecutara notas fuera de partitura, pero refe-ridas a esa partitura, en un des-conocido instrumento musical. El sonido ``ah'', sin perder su rasgo de vibración básica, pronunciado con la boca abierta bajo una trituración de aire que gira, rota y se marcha entre las paredes del paladar, como un canto ininterrumpido que doblase el correr de la sangre, se combinaba con ``l'', con ``ch'', con ``m'', pero no alcanzaba el nivel de sílaba articulada: era sólo una sugerencia ondulante de relación de voces.
-Así -ejemplificó Bonino-, muy primitivo. Y después le empecé a dar más posibilidades con más vocales.
-¿Usted lo estudiaba?
-No, no lo estudiaba. Era era era -volvió el tartamudeo-, fluía.
La dicción de Bonino estaba cavada, recordaba Maldonado; había en la oquedad que humedecía sus frases, como si las rozara un hisopo, cierta marca social: lejanas gangosidades de niño rico, aunque acompañadas de una extenuación profunda, como originada en la muerte, o como si el comercio con aquel lenguaje sin ningún sistema que explotaba cual torrente en sus espectáculos hubiera dejado un residuo destructor: él no hablaba igual que el resto.
[...]
-Ya estoy bastante desmejorado -dijo Bonino.
-Acá -dijo Maldonado.
-Sí.
-Dígame los motivos -dijo Mal-donado.
-Porque no es mi lugar estar acá -dijo Bonino.
[...]
En la casona, los hechos singulares tendían a secarse, a enflaquecer de sus primitivos esplendores; lo que sucedió o sucedía afuera era cosa de otro mundo, en el mejor de los casos noticias de país lejano, decía el escritor a sus escuchas. Y lo que pasaba allí se apelmazaba bajo la acumulación diaria: ¿qué podría ser excepcional donde el delirio era factible, pero al mismo tiempo circundado, vigilado entre muros y por la química de los fármacos?, preguntaba él. Ese principio de rutina indiferente incidió para que Maldonado tardara en captar el resplandor de la charla con Bonino, quizá la última en que aquel mimo, arquitecto, poeta, músico de la voz humana -no había disciplina digna de designar su arte- se explayara sobre sus apariciones en escena.
[...]
-Romezone cate son coperquitasolé -dijo Bonino.
[...] Estaba enfrascado en proferir sus verbos, y lo hacía con la misma fonación cavada de toda la charla, aunque impostando para aquella circunstancia las acentuaciones. Las impostaba infinitesimalmente, como si cierta unidad rítmica, o la onda de una conformación verbal sin límites, propia de un habla que era principio mudo -mudo porque se decía desde la no-palabra- hubiera tomado dureza, sustancia de aire y de mem-branas vibrando como remolinos. Las impostaba, sí, acaso para poner algo de su voluntad a esa marea creada en su garganta, que era de él pero ya no le pertenecía, pues estaba convertida en estado poético, en don de sonidos puros hechos a las nubes, en núcleo mágico que crecía fugaz bajo los márgenes de la juntura entre las formas y la nada; lejos, muy lejos del ser del habla, y del ser reglado de los símbolos. Su no-verbo era el espejo fidedigno de la nada que es también el verbo; espejo de la nada del ser, espejo de la nada de la nada, arrullo pulverizado del habla diurna o nocturna.