La Jornada Semanal, 10 de enero de 1999
Hace diez años, dos hombres fueron arrasados por la marea de la Historia y perdieron su carta de ciudadanía en el planeta. El primero de estos exiliados definitivos fue Sergei Krikaliev, el cosmonauta soviético que tuvo la mala fortuna de encontrarse en órbita mientras se desmoronaba su país. El ``socialismo realmente existente'' fue relevado por un caos que no llevó a la primera fase del capitalismo sino a sucesos que parecían editados en la vertiginosa moviola de Eisenstein. En esas jornadas de alto contraste, los encargados del programa espacial fueron relevados por técnicos que se encontraron con un ruso al que nadie sabía como bajar de la estratósfera. Las transformaciones de la Unión de Repúblicas dejaron fuera a uno de los suyos; en el silencioso frío del espacio exterior, Krikaliev, último de los soviéticos, daba vueltas incesantes.
Por esas mismas fechas, el ayatolah Jomeini decidió borrar de la faz de la Tierra a un inventor de mundos imaginarios por una presunta ofensa al Corán: Salman Rushdie se convirtió en un caso simultáneo de celebridad y anonimato (su foto estaba en todas las revistas y su casa en ninguna parte). Indiferente a los usos occidentales, Jomeini lanzó su condena en pleno día del Amor y la Amistad y tasó la cabeza del autor de Versos satánicos en una suma atractiva a los espíritus ávidos de un sangriento regalo de San Valentín.
Muchas cosas han cambiado desde aquel 14 de febrero de 1989. Krikaliev volvió a su patria con paso inseguro y pasaporte inválido y Rushdie aprendió a vivir en perpetua y cambiante clandestinidad. Aunque el gobierno de Irán modificó su postura respecto a la fatwa, diversos grupos fundamentalistas la refrendaron. La condena que pesa sobre Rushdie ya no es un asunto de Estado, pero esto no disminuye el riesgo; las sendas del fanatismo son infinitas y resulta imposible controlar a las mentes que planean asesinar al autor que temen leer.
Desde que el ayatolah mostró los límites letales de la crítica literaria, Rushdie rara vez es juzgado por la creatividad que pone en juego en sus novelas. Es difícil leerlo sin tomar en cuenta las inauditas circunstancias en que escribe; sus palabras circulan entre el acoso implacable y la publicidad desaforada. Esta contradictoria tensión es un estupendo motivo para enloquecer; sin embargo, en una década de persecusión, el aguerrido detractor del neocolonialismo se ha transformado en un improbable héroe de la serenidad. De modo aún más importante, ha hecho de su calvario una virtud y ha puesto su voz sin dirección postal al servicio de los colegas perseguidos por sus ideas.
Rushdie llegó a México la semana pasada y desde el aeropuerto mostró su temple para enfrentar la sopresiva vida mexicana. Su viaje fue planeado en secreto pero una flotilla de reporteros aguardaba el avión. ¿Alguien había denunciado al turista de nombre falso? Nada de eso. En el mismo vuelo, a un par de asientos de distancia, viajaba Hugo Sánchez.
Según rumores imposibles de confirmar (el espionaje internacional desconoce la franqueza absoluta), un periódico de Teherán publicó la noticia de que Rushdie viajaría a México y Scotland Yard alertó sobre un comando integrista que había salido de España para liquidarlo. La historia fue conocida por Rushdie, pero no modificó el objetivo central de su visita: inaugurar una casa para escritores perseguidos, ofrecida por el gobierno de la ciudad de México en respuesta a un llamado del parlamento internacional de escritores.
La casa aún no se remodela; quienes la visitamos el lunes 4 de enero vimos los muros sucios que dejan las mudanzas, las últimas huellas de los inquilinos anteriores, las sombras ásperas, los signos del maltrato y el descuido de los que parten sin ganas de retorno, los restos que serán borrados por la cal y piadosas capas de pintura. En su desnuda inmovilidad, esas paredes cuentan las historias de quienes serán sus moradores. Los cuartos vacíos conservan marcas de cosas que se rompen y deben ser llevadas a otra parte. Pronto será un punto de llegada, ahora es un punto de partida. Vale la pena recorrer las recámaras sin nadie para recordar el pobre legado de los fugitivos: manchas, exiguos trazos de una presencia.
``Con usura no hay casa de buena piedra'', escribió Pound. La primera casa para escritores perseguidos depende de una insólita reunión de generosidades. Carmen Boullosa lanzó el proyecto y con un ánimo que no conoce el sosiego escribió los miles de faxes y correos electrónicos que lo hicieron posible, el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas se comprometió a aportar el dinero esencial y çlvaro Mutis festejará sus 43 años en México al frente de la sociedad de amigos de la casa.
Aunque no padeció un sino tan adverso como el de Rushdie, Mans Sperber pasó por largos años de destierro. En Como una lágrima en el océano (a despecho de su título, un estremecedor retrato del siglo) afirma que la vida de los exiliados no es sino ``un regreso desde ninguna parte, un intento de salir desde lo inexistente, y de regresar, de volver a entrar a casa, en el pueblo natal''. La casa de escritores perseguidos responde a ese anhelo: sus puertas fueron abiertas por un nómada.