La Jornada lunes 11 de enero de 1999

Héctor Aguilar Camín
La lección de los maestros

La falta de compromiso con la legalidad está en todos los órdenes de nuestra vida pública. Es, en verdad, como una segunda naturaleza de la cultura política del país. Asoma ahora en la protesta de los maestros de la sección 9 que si pueden tener razón en el origen de su protesta política, no la tienen en los medios ilegales que usaron para ejercerla ni en la defensa que hacen del uso de esos medios.

Hasta donde puede saberse por la prensa, inconformes con la dirigencia sindical por una elección interna, distintos maestros de la sección 9 llevaron su protesta, para hacerse oír, hasta el Senado de la República. Allí, rompieron puertas, mantuvieron secuestrada a gente que estaba en el recinto y desaparecieron un documento histórico, una reliquia asociada al héroe cívico por excelencia del Senado, el senador chiapaneco Belisario Domínguez, muerto en los albores de la Revolución Mexicana por pronunciarse en contra del golpe de Estado que derrocó y asesinó al presidente legítimo, Francisco I. Madero.

La irrupción de los maestros fue tipificada como causa de diversos delitos. Los maestros que fueron hallados culpables han sido aprehendidos. Sus compañeros protestan ahora por lo que juzgan una aplicación desmesurada de la ley por motivos políticos, con fijación de penas draconianas para los infractores. Es más que posible que tengan razón en este alegato. Si algo no ha desaparecido en México, mientras avanza la democracia, y si algo impide constitutivamente el avance de la democracia, es el hábito nacional de politizar la justicia, el hecho de que la ley se aplique discrecionalmente, según criterios políticos, y los ciudadanos no sean iguales ante los tribunales.

El proceso judicial de los maestros puede contener toda clase de irregularidades y estar regido, como tantos otros, por la presión política y la consigna. Los maestros tienen razón, como cualquier ciudadano, en exigir un proceso limpio y transparente. Lo absolutamente injustificable de su actitud es que pretendan borrar con esos argumentos su responsabilidad en la violación de la ley y el carácter delictuoso de su protesta. Los defectos de la aplicación de la justicia no justifican la ilegalidad previa de sus actos, una impunidad no legitima la otra.

Se antoja doblemente injustificable el asunto, porque esta petición de impunidad viene de una fracción del movimiento magisterial, es decir, de personas y dirigentes políticos que tienen en sus manos la formación cívica y la cultura democrática de los niños de México. Si los maestros no sólo actúan ilegalmente en público sino que defienden además públicamente la ilegalidad de sus actos, ¿qué podrán enseñar a los futuros ciudadanos en las aulas?

Con su conducta en el Senado de la República y en las calles, los maestros que protestan nos enseñan no sólo que quieren sustraerse a la universalidad de las obligaciones legales, sino que incluso están dispuestos a una movilización para lograrlo, para negociar políticamente un fuero de impunidad por sus actos delictivos. Es una triste y acaso involuntaria lección, una defensa implícita de la ilegalidad, un resabio de la vieja y aún poderosa cultura predemocrática del país, según la cual, la ley rige sólo para quienes no pueden salirse con la suya al violarla.

No hay nada exclusivo del magisterio en estas actitudes. Son comunes a la cultura política de los mexicanos, más acendradas entre más poderosos son o mejor organizados están. Son también comunes a las autoridades, que suelen posponer sus obligaciones de hacer cumplir la ley en la más amplia gama de posibilidades: del cobro de impuestos al cobro de bienes y servicios públicos, de la persecución de los delitos al control de la violencia que desafía la seguridad de la nación.