Hermann Bellinghausen
Los inalámbricos

Sin red en el río de las calles, van a lo suyo. Sin papeles, sin permiso, sin hacer ruido. Se distribuyen por las esquinas, en las cercanías de los mercados, las terminales, los parques por donde la gente escapa. Se arriman más que nadie, como los toreros.

Entre la marabunta de carros, con arrojo innecesario, venden las migajas de la tarde como pan caliente. Caminan hacia atrás sobre la línea blanca del crucero, los ojos en frenesí, indiferentes a las mentiras de su baja mercancía y de la publicidad monumental que amuralla la avenida en su camino a las montañas de la Magdalena y el Ajusco.

Tranquilos si la multitud está tranquila, si la pican se alebrestan. Reaccionan por un cierto sentido que tienen del futuro inmediato, una suerte de clarividencia ante las señales más banales del paisaje.

Sus otros sentidos útiles, el de orientación y el de conservación, más que un sentido propio, lo tienen en función de lo que les rodea. Lo que podrían llamar propio es tan poquito, tan sin sentido.

Aunque no parezca, cuidan sus pasos, sólo que ya no necesitan mirarse los pies para saber dónde andan. Después de tanta cuerda, tanta barda, los trapecios, los acantilados y un andarse por las ramas en el caos de las esquinas, maqueta del universo, alguna experiencia han agarrado.

Como el pianista que no mira al teclado porque ya forma parte de sus manos. Que no mira la partitura porque ya forma parte de sus ojos. Que no piensa lo que hace porque lo que hace forma parte de sus pensamientos.

Como el medium que no sabe lo que dice hasta que lo dice, y a veces ni siquiera entonces.

No se sabe qué arriesgan, o para qué. Nadie les pregunta, porque en realidad no importa. Nadie les pidió que lo hicieran. Es cosa suya.

En los tendederos de los suburbios se secan al sol las redes de los que sí las usan. Encima de los domicilios, las pensiones vitalicias y el pavo de obsequio cada fin de año, del lavadero a la cuerda gotean, exánimes y suspendidas, las redes. Un aire feroz las sacude sin arrancarles vuelo: con tantísimo agujero no sirven ni de bandera.

Sin red llegan a los tendederos, y por el pretil ocupan las azoteas porque tienen mejor vista. Igual sin red bajan a los hoyos, las coladeras, los sótanos, los antros y los rincones, donde la vista es pésima, y eso es lo que ven.

Nada guardan, salvo el equilibrio, idéntico en el fondo y la superficie. Entre nudos, postes y travesaños, viven de milagro.

Sin nombre, código ni número, no conforman personas físicas, morales ni electorales. Nadie anda en su búsqueda, y quien anduviera, poca cosa encontraría.

Inalámbricos, inasibles, funámbulos, saltan de cuerda en cuerda y no obedecen al control remoto ni al índice del láser. A veces desde abajo les arrojan perdigones, como a pájaros en el alambre, sin darles.