Rafael Alberti cantaba en la Plaza México llena hasta el reloj, en el capote y en la muleta de Enrique Ponce ¡venga el ritmo valenciano, venga mar, mucho mar, más ritmo y más verso torero! Dale Enrique a mi verso torero, el mar, la ligereza, y la gracia de tu ritmo renovado. Tu mariposeo de muleta que es mar y ambos somos, bien lo sabes; tus discípulos. No cualquier mar: mar Mediterráneo ¡que nunca digan que no fuiste nuestro maestro!
Sí, el mar, la mar, sólo la mar, es el toreo del torero de la Valencia mediterránea, Enrique Ponce. Volvían como las olas del mar sus pases naturales de medio pecho en la perpendicular del testuz, en la distancia adecuada, del rebrincón torillo de Garfias, de adentro afuera y de afuera adentro, rematados debajo de la cadera, en versos antiguos que eran toreo de siempre, pero diferente.
Pases naturales que eran olas maestras, vueltas de la playa al mar y del mar a la playa en circular delirio, unidas y mezcladas. Pases que daban voz a la Plaza México enloquecida, alucinada por el espíritu del torero de Chiva, que fue toda la tarde, el ritmo, la gracia, el verso, en su caminarle a los toros toreándolos y dejándolos en la cadera, rematados en la arena quieta al compás del kikirikí, que silenció a los reventadores que iban dispuestos a hacerlo fracasar. Es mucho torero Enrique Ponce.
El toreo marino del diestro valenciano se iba en el aire, desvanecido, en lánguida dejadez en la brisa invernal mexicana ¡El aire que le lleva el aire! Le daba al verso torero, la ligereza del mar descompuesto, y la gracia del ritmo renovado, pase a pase. ¡Aire que el aire le lleva! Vaivenes inconfundibles fueron sus improvisados pases a su primer enemigo. Al iniciar la faena se le arrancó tomándolo fuera de centro y resolviendo con doblones rodilla en tierra, que se mecieron al compás de los olés del coso y voltearon la plaza de cabeza.
La belleza mediterránea del toreo de Enrique Ponce fue un sueño maravillosamente dúctil por la voluptuosidad de los arreboles que le imprimía a sus pases, caricias que se tendían marinas en hondas y olas concéntricas que abarcaban lo infinito y dejaban un segundo aroma a sal marinera, belleza valenciana vuelta mexicana. Desmadejamiento convaleciente de la caída y el arrastrar por el ruedo la muleta.
Junto al ritmo de las olas, la gracia del torero; desnuda, y perceptible, fugaz, asimilada al juego de las olas de la playa. Las medias verónicas juego de palmeras y quiebros de luces al rebrincado galopar de los sosos y descastados torillos de Garfias -al igual que todos sus hermanos-. La gracia radicaba en el ligue de lazos y cintura para que el verso en la muleta sonara libre.
Enrique Ponce, discípulo de Rafael Alberti, el de Cádiz, vivió la acción de la tragedia torera en dos achuchones al llevar clásicamente los cuatro tiempos del toreo: embarcar, templar, mandar y recoger a los novillones, al juego de la alada brisa salada en el primor, la gracia de los primores y la mar quebradaÉ
Ante esto, El Zotoluco se la jugó de verdad, y, a falta del arte de Ponce realizó dos mandonas y valerosas faenas, pero, forzadas y muy encimistas, que le valieron triunfar frente al valenciano que no cree en nadie ¡Y es que es mucho torero, Ponce!