A Rodolfo F. Peña,
una vida de búsqueda
Los historiadores gustan de identificar los hitos --fundaciones, quiebres, rupturas-- en la vida de los pueblos. En la historia contemporánea de México y, particularmente, en el largo y azaroso proceso de transición a la democracia, las luchas magisteriales y las de los ferrocarrileros de finales de los 50, se adelantaron a la irrupción del movimiento estudiantil, que sacudiría al país una década más tarde, y a otras insurgencias que reclamaron, por distintas vías y en diferentes espacios, el reconocimiento a la pluralidad, a la diversidad, en síntesis, a la apertura política.
La presión social de luchas sindicales urbano-populares, cívicas, etcétera, fue llevando a los poderes públicos a adoptar medidas de liberalización: la ``apertura democrática'' que se produjo como consecuencia del 68, la reforma político-electoral de 1977 --paso mayor en el avance democrático--, las sucesivas reformas electorales que han dado credibilidad, equidad y transparencia a la lucha por el poder.
Gracias a todo ello, el escenario político de hoy muestra una riqueza y complejidad desconocidas: un partido que pasó de hegemónico a dominante; el crecimiento consistente de las diversas fuerzas políticas que ha constituido un variado mosaico de poderes, es decir, de opciones, en los municipios, en los estados y en el Congreso de la Unión; una apertura en los medios de comunicación que permite análisis, debates, escrutinios, que sólo se dieron como notables excepciones en el pasado.
En esta transición que no termina, nos toca a todos, gobierno y sociedad, aprender los usos democráticos, 1998 hizo evidente cuán difícil es desprenderse de las inercias, dejar atrás los viejos usos: de un lado, la subcultura de la imposición y, del otro, su correlato: la confrontación y la desconfianza. Es por ello que muchos actores siguen actuando como si nada hubiera cambiado en el país (con harta frecuencia, por ejemplo, las oposiciones de ayer se olvidan que hoy son poder público, es decir, gobierno, y actúan como fuerzas marginales).
En similar inercia, algunos analistas han encontrado lentos, y aun desesperantes, los debates en el Congreso de la Unión, sobre todo en la Cámara de Diputados, y quieren evaluar el trabajo legislativo por el número de iniciativas aprobadas o por el enorme rezago existente, pero estas visiones parecen ignorar que la razón de ser de la división de poderes es que ``el poder equilibre al poder'' y, en esa perspectiva, la revisión cuidadosa de las iniciativas provenientes de un Poder, la argumentación y la réplica, aún con sus excesos, son preferibles al asentimiento automático.
Sería muy riesgoso que se extendiera en la sociedad una sensación de desencanto o frustración con la democracia. Nada convendría más a quienes quieren retrotraer el tiempo y regresar a los días de la uniformidad ficticia.
Los actores sociales tenemos mucho que aprender: la democracia no es dable sin respeto a la diversidad, a la otredad, al Estado de derecho. La lógica de la imposición, de torcer el brazo, de transgredir la ley y luego reclamar fueros por pretendidas razones de justicia, de pedir para uno lo que no es capaz de ejercer para sí mismo, tiene muy poco de democrática. La manipulación de la verdad, la destreza para insinuar o sugerir, para llevar casi naturalmente a interpretaciones falaces, es un juego tramposo que no ayuda al avance democrático.
Uno de los obstáculos más serios a la transición es la existencia de duros en todos los espacios: gobierno, partidos, organizaciones sociales, sindicatos, Iglesias, los que se resisten a cambiar, los que se autocalifican ``democráticos'', pero ejercen formas rígidas, excluyentes --``no hay más ruta que la nuestra''-- e, incluso, violentas. Es urgente evitar que los duros de un lado impongan sus prácticas y encuentren del otro lado, a otros duros y se generen, así, choques y severos desarreglos sociales, la transición se detenga y se abran las puertas a un escenario regresivo.