Hace casi 30 años, al inicio del gobierno del presidente Echeverría, se pusieron las bases jurídicas para prevenir y controlar la contaminación en México. Aunque la legislación aprobada en marzo de 1971 se refería al agua, el suelo y el aire, fue este último elemento el que recibió mayor atención. Una preocupación central eran las emisiones de humos, polvos y otros compuestos provenientes de los vehículos automotores, que efectaban la salud pública y el medio. La rama automotriz, con signos evidentes de obsolescencia técnica, y la industria asentada en el Valle de México aparecían como los grandes culpables.
A casi tres décadas de que esa legislación entró en vigor, y modificada sexenio tras sexenio para bien y para mal, quienes vivimos en el área metropolitana de la ciudad de México o la visitaron en diciembre último, comprobamos que es meta lejana contar con un aire limpio. Debido a altos niveles de ozono y de partículas suspendidas, las autoridades obligaron varios días a sacar de la circulación más de la mitad de los vehículos que se desplazan por la metrópoli a fin de proteger la salud pública.
Nadie duda ya que las autoridades tardaron demasiado en obligar a las trasnacionales automotrices a vender en México unidades con tecnologías anticontaminantes que, en cambio, existían en sus países de origen. Que se alentó la presencia de industria en la capital y en los municipios circunvecinos, pero ignorando principios bien conocidos de planificación, al grado que los asentamientos humanos pronto rodearon dichas plantas. Menos se le exigió una tecnología limpia en sus procesos de fabricación, o que se reinstalaran en áreas donde no fueran fuente de conflicto ambiental y de salud.
En el fondo de lo que hoy padecemos estuvo la falta de voluntad política para tocar intereses trasnacionales y llevar hasta sus últimas consecuencias los programas, algunos excelentes, para prevenir el deterioro del aire y garantizar el bienestar de la población. Diciembre mostró que los niveles de emisión no han disminuido sustancialmente y que las normas se violan virtualmente todo el año. Ante esto, parece ya no existir la coordinación indispensable entre el gobierno capitalino y el del estado de México, por ejemplo. Prueba de ello es que mientras el primero buscó proceder estrictamente contra los vehículos que contaminaban ostensiblemente, los llamados chimecos de la entidad vecina eran muestra de cómo no se cumplen las disposiciones legales, más en emergencias.
En cuanto a la industria, las autoridades confesaron que muchas negociaciones siguen contaminando y no respetaron las normas fijadas durante las contingencias, máxime si es una de las grandes generadoras de partículas suspendidas, quizás el más peligroso contaminante y sobre el cual virtualmente no existen estudios puntuales.
Por otro lado, mientras a los propietarios de vehículos particulares se les exigen mayores cargas impositivas y de verificación y no circulan cuando hay contingencias, más de 200 mil vehículos, amparados con placa de servicio público federal, contaminan como nadie y no se sujetan a programa alguno de verificación; agréguense los camiones de basura, micros, taxis, combis, unidades de la Secretaría de la Defensa, de los organismos policiales, las pipas de Pemex y de las gaseras. Además, sigue en duda la calidad de las gasolinas, no se avizora la restructuración del transporte público concesionado o tolerado, obsoleto y fuente de corrupción; el caos vial es innegable y en él reinan los intereses de los nuevos pulpos camioneros, un poder electoral prohijado sexenio tras sexenio y que parece intocable.
La actual administración citadina heredó esos y muchos otros problemas y no necesita descubrir el hilo negro para enfrentarlos: hay herramientas que, revisadas y aplicadas con seriedad, darían los frutos que todos esperamos hace lustros. Es el caso del Pro Aire, un programa que logró consenso entre autoridades, empresarios, organizaciones no gubernamentales e investigadores, y del cual no se sabe en qué etapa de cumplimiento se encuentra, como tampoco el destino de los recursos millonarios en poder del Fideicomiso Ambiental, creado en 1995 con un impuesto especial a la gasolina, y que maneja la Secretaría de Hacienda. En fin, en un año de crisis extrema como el que comienza, las soluciones para garantizar la calidad de vida de 20 millones de personas no deben postergarse, así afecten poderosos e inconfesables intereses económicos y políticos fincados desde tiempo atrás. En esa tarea, un aliado fundamental es la ciudadanía que hoy sufre las consecuencias de años de incuria.