Aurora Díez-Canedo
Recuerdo de Bernardo

Francisco Giner de los Ríos y María Luisa Díez-Canedo se casaron en 1939, al poco tiempo de llegar a México, y en 1940 nació Bernardo. Por el trabajo que desempeñaba su padre en la Cepal, Bernardo pasó parte de su juventud en Chile donde hizo estudios de sociología y cuando vino a México se inscribió en la carrera de letras españolas. A los 22 años empezó a trabajar en Joaquín Mortiz, un proyecto editorial serio y atractivo que prometía grandes retos, una editorial que habría de convertirse en la de mayor prestigio literario en México, en los años sesenta y setenta.

Como muchos editores, Bernardo tenía vocación de escritor, que en su caso se diluyó en infinidad de dictámenes, textos de solapas y cuartas de forros. Me parece estar viéndolo frente a su mesa de trabajo en la editorial, en los tiempos en que ésta se encontraba en la esquina de Tabasco y Mérida, agobiado a veces pero siempre entusiasta, sepultado entre miles de papeles y pruebas de imprenta, hablando sobre los distintos aspectos de los libros con mi padre, tratando con los autores, probando toda clase de estrategias para dejar de fumar o por lo menos rebajar su cuota diaria de cigarrillos.

Yo me entrenaba en la corrección, el marcaje y el cotejo de pruebas y hacía algo de trabajo de archivo con originales y notas de prensa bajo la égida de mi padre y la mirada vigilante, curiosa y cariñosa de Bernardo.

Al igual que mi padre, Bernardo veía con ojos experimentados cada paso y detalle de la producción y hechura de los libros; otro aspecto de su profesionalismo consistía en efectuar todas las consultas que fuesen necesarias para resolver cualquier duda por insignificante que pareciera. Ese gusto, tenacidad y esfuerzo fueron para mí todo un aprendizaje, una verdadera escuela.

Bernardo Giner no dejó una obra propia, pues casi toda su creatividad está vinculada a Joaquín Mortiz en su mejor época. De sus tiempos de estudiante conozco sin embargo una obrita de teatro, El cubo, dedicada a Picasso. Se representó en México en la Facultad de Filosofía y Letras y años después, en 1990, fue publicada en Málaga. De ella dice su autor: ``Escribí la obra en tiempos de gran rebeldía, convencido de que había que hacer una revolución que acabase radicalmente con lo establecido y diera origen a un mundo mejor. Los años sólo han podido reafirmar ese convencimiento y, además, han acentuado un escepticismo que me duele. Espero que la paz -si algún día llegamos a disfrutarla- traiga la reflexión y haga innecesarias las estructuras de poder''.

Idealista por naturaleza, Bernardo ponía mucha imaginación en su trabajo y calculo que eso, frente al carácter más ejecutivo y empresarial de mi padre, debió producir no pocas tensiones entre ellos. Sin embargo, sobre los hombros de esta singular pareja de editores se levantó una empresa ``modesta pero con altas miras'', como escribe Bernardo, fruto de una tradición familiar heredada y de un terreno cultivado durante muchos años por Joaquín Díez-Canedo. J. Mortiz se creó y funcionó en el espíritu de libertad, honradez, dignidad y entrega característicos del exilio literario republicano.

Mi padre siempre hablaba de Mortiz como de una ``casa'', en el sentido español del término, y a la proyección de ese ambiente acogedor contribuyó desde luego Bernardo. Muchos de quienes lo conocimos vivimos esa época de Joaquín Mortiz, tiempos buenos y alegres a pesar de las dificultades.

Bernardo permaneció durante 20 años fiel a esa mística del trabajo creada en la editorial en la que entró a laborar a finales de 1962, a los pocos meses de establecida. Tenía además otras aficiones: pintaba al óleo, pero recuerdo sobre todo sus cuadros hechos con la técnica usada en el papel de guardas de los libros antiguos, que expuso en el Ateneo Español con gran éxito. Una bonita idea derivada de su oficio de editor.

La incorporación de Joaquín Mortiz al Grupo Editorial Planeta le trajo a Bernardo muchos sinsabores y cierta amargura que invadió sus últimos años en México. No obstante, él definió su experiencia de trabajo al lado de mi padre como ``un privilegio''.

En el texto que escribió con motivo del homenaje a Joaquín Díez-Canedo organizado en la Feria del Libro de Guadalajara, en 1994, dice: ``Todos los que participamos (en Mortiz) hemos resultado ganadores''. (Bernardo Giner de los Ríos, ``Los empeños de una casa'', en Rte: Joaquín Mortiz, Universidad de Guadalajara, 1994, 137pp., pp. 109-125. (Edición homenaje a Joaquín Díez-Canedo).

Una vez leí un artículo de José María Espinasa en el que hablaba de Joaquín Mortiz como de una editorial ``casi mítica'', frase que sugería una grandeza ida, con implicaciones legendarias y nostálgicas. Los mitos pertenecen a la memoria de un grupo y allí quedan y siguen viviendo. Para bien o para mal, creo que algo de eso forma ya parte de la historia de Mortiz y es debido al fuerte sello que le imprimieron Joaquín Díez-Canedo y Bernardo Giner de los Ríos, dos hombres de nobles causas, dos grandes corazones, dos leyendas en nuestra cultura.

(Bernardo Giner de los Ríos Díez-Canedo murió en Nerja, Málaga, el pasado 6 de enero)