Las elites del dinero propias y ajenas que manejaban grandes empresas cuando Lázaro Cárdenas echó a pique el tercer presidencialismo militarista que Obregón y Calles pusieron en boga luego del asesinato de Venustiano Carranza, manifestaron de inmediato sus hondas preocupaciones sobre los riesgos que podrían sufrir con la aplicación imparcial de las normas constitucionales de 1917, anunciada tal aplicación por el gobierno de la República. Para organizar su defensa echaron mano de múltiples tácticas y estrategias, destinadas tanto a desprestigiar la política cardenista cuanto a atraerse las simpatías de la Casa Blanca, presidida por Franklin D. Roosevelt (1933-45), y muy principalmente de la poderosa burguesía trasnacional; al efecto, desplegaron una intensa propaganda que, entre otros objetivos, buscaba presentar las decisiones públicas como actos comunistas, sin lograr por cierto éxito en sus torvos propósitos; quizá el mayor impulso antigubernamental provino del poderoso Grupo Monterrey, cuya ciudad convertiríase pronto en cuna del almazanismo que contendió en las elecciones de 1940 contra el oficialista Manuel Avila Camacho. No se olvide en este ambiente el choque entre el Presidente y los señores regiomontanos del dinero, cuando éstos amenazaron con un paro industrial como protesta contra el activismo laboral, inspirado en el artículo 123 constitucional. Cárdenas detuvo en seco a los capitanes regiomontanos cuando, acompañado por su secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, los invitó a entregar sus negocios a los obreros o al gobierno si se sentían fatigados, o bien a continuar sus tareas dentro de los mandamientos legales.
El problema de fondo, entiéndase bien, radicaba en la contradicción entre la aplicación de la Constitución de 1917 y los privilegios creados al amparo de la infracción del orden jurídico supremo. Sin temor a las reacciones de la derecha o al infantilismo de izquierda, Cárdenas se atrajo de inmediato las simpatías del pueblo hacia una política valiente y legal que culminaría en la expropiación petrolera (1938), expresamente respetada por Roosevelt y su embajador Daniels, actitud ésta que frenó la inminente agresión inglesa y posiblemente alentó una sucesión favorable al moderado Avila Camacho y no al general Mújica, aunque estos hechos se vieron precedidos por la incansable batalla de la derecha contra el gobierno de esos daños, y entre los elementos de esta batalla cuenta la fundación del Partido Acción Nacional (PAN), muy vinculado a los círculos que izaban las banderas de un capitalismo nacional, incómodo ante la puesta en marcha de masas decididas a ejercer sus derechos, y atormentado por la idea de que Francisco J. Mújica llegara a Palacio Nacional. Hay que convenir en que el PAN de Manuel Gómez Morín asumió con honestidad su papel de representante de la burguesía mexicana, al surgir como un partido de oposición defensor de una democracia sustentada en el derecho ciudadano a elegir en comicios libres a sus representantes, tesis éstas forjadas durante el gran movimiento capitalista del siglo XVIII que hizo posible la independencia de los actuales Estados Unidos de Norteamérica y la Revolución Francesa, que estalló casi tres lustros adelante, hacia 1789; y precisamente por esto, desde su fundación el PAN de un modo u otro ha sufrido la angustiosa dialéctica que lo ha venido colocando entre la gravitación del círculo millonario que representa y la convocatoria democrática en que se halla implícito el triunfo de las mayorías no millonarias de la población; tal antinomia, por otra parte, es la misma que agobia desde hace más de 200 años a las elites partidarias de una democracia en la que las demandas populares sólo son reconocidas si se identifican con las conveniencias de los negociantes; se trata de la oposición tradicional entre democracia formal y democracia verdadera.
Aunque Gómez Morín advirtió sagazmente que el mayor riesgo de la oposición es convertirse en un partido sombra del partido oficial, el PAN se vería envuelto en las tinieblas de nuestra política en la medida y grado en que el llamado capitalismo nacional, cada vez más infiltrado por el internacional, halla armonías con los focos capitalistas trasnacionales que mueven al gobierno de México en el último decenio; estas subrepticias armonías son las que acercan a la oposición panista al presidencialismo autoritario, y explican la coincidencia de sus legisladores con el priísmo en decisiones tan importantes como el Fobaproa y las cargas fiscales del actual programa económico; así es como se han extinguido las esperanzas de la gente en un Poder Legislativo equilibrador del Ejecutivo, en los términos de nuestra olvidada Ley Suprema.
¿Por qué entonces el PAN es como es? A buen entendedor pocas palabras, es la respuesta que ahora damos a los no pocos lectores que por escrito gentilmente nos pidieron una elucidación, si esto vale, sobre los motivos que han hecho del panismo un discurso desalentador.