Hoy en día, y desde luego con repercusiones directas para las elecciones federales del año próximo, el PRI enfrenta dos graves problemas de tipo sistémico y de muy difícil solución, que se agravan aún más en la medida en que quienes dirigen al partido pretenden ignorarlos.
El primero de ellos tiene que ver, por un lado, con su nivel actual de descrédito ante la sociedad mexicana, como un partido que ha impulsado y cobijado la corrupción (López Portillo, Durazo, Salinas, Madrazo, etc.); la impunidad (Figueroa, Acteal, asesinatos de Posadas, de Colosio y Ruiz Massieu); el autoritarismo, la violencia y el abandono de sus propias banderas de lucha social.
Tal nivel de descrédito es igualmente compartido o superado por el actual gobierno de la República y por el Presidente mismo, en virtud del incumplimiento de sus compromisos de campaña (voto por la paz, bienestar para la familia, etc.); su incapacidad o falta de voluntad para corregir su fracasado proyecto económico, su proclividad para apoyar a quienes más tienen en detrimento siempre de los más pobres, de los más débiles, de quienes, en fin, constituyen la mayoría del país.
El problema sería secundario si no fuera porque quienes están más asociados con las dos corrientes de descrédito del PRI y del gobierno, son exactamente los mismos que hoy buscan imponer a sus candidatos sin reparar en el riesgo de que los partidos contrincantes les cobren muy alto las facturas que esa falta de credibilidad conlleva.
La única posible explicación de tales actitudes, es que ambos grupos piensan que una vez lograda la candidatura del PRI pueden triunfar en las elecciones utilizando las mismas tácticas tramposas del pasado, a pesar de que les han fallado en nueve entidades en el pasado reciente.
El segundo problema estructural, y no menos grave, es el de las cuotas de poder utilizadas con éxito por el partido durante, por lo menos, los últimos cincuenta años para mantener el dominio político del país.
Esa estrategia, perfeccionada por los gobiernos fascistas europeos, les había funcionado bien en el pasado. El mecanismo utilizado consistía en entregar concesiones (casas, puestos de trabajo, permisos y registros para transportar o vender, extensiones de tierra, etc.) a determinados líderes que contaban con la simpatía popular de algún grupo social, y ellos los repartieran entre sus adeptos a cambio de votos y respaldo al partido. Quien lograba más votos, y además manifestaba su lealtad a las jerarquías del partido, era premiado proporcionalmente de dos maneras: con beneficios personales, y con concesiones cada vez más grandes. Quienes, por el contrario, mantenían una cierta independencia o manifestaban indisciplina, veían declinar sus cuotas de poder.
Hoy en día, un número creciente de esos líderes parece darse cuenta de dos cosas: que mantener su asociación con el PRI los desacredita y los obliga a mantener lealtades, a veces en condiciones contrarias a su modo de pensar y a los intereses de sus propios grupos; en segundo lugar, se dan también cuenta de que la cuota de poder es suya, no del partido, y que ellos pueden incrementar su patrimonio político al separarse de éste.
Los ejemplos son cada vez más numerosos y sus logros de mayor importancia, pues los medios se han encargado de publicitar las salidas de distinguidos priístas que han abandonado a su partido cuando no han ido de acuerdo con las líneas cambiantes de él, siendo por ello marginados y su liderazgo demeritado internamente.
En prácticamente todos los casos, tal decisión les ha ocasionado triunfos y aumento en su prestigio y capacidad de liderazgo. Los casos más conocidos y recientes de Ricardo Monreal, Sánchez Anaya y Layda Sansores, que se unieron al PRD siguiendo el ejemplo de Cárdenas. Muñoz Ledo y López Obrador son pardigmáticos, pues pasaron de ocupar posiciones secundarias y limitadas en el PRI, para convertirse en grandes figuras de la política nacional.
La experiencia se está repitiendo hoy en todos los niveles y no sólo van hacia el PRD, sino también hacia el PAN, el PT, el PVEM y hacia los partidos en proceso de formación. Hoy este fenómeno se da en los cuadros medios y entre líderes del PRI.
La solución al primer problema estaría en designar un candidato que tenga una imagen no sólo popular y limpia, sino carismática y también desvinculada de los equipos de Zedillo y Salinas (se me ocurren los nombres de Silva Herzog, Fernando Solana y de García Ramírez), sin embargo, para cualquiera de ellos la posibilidad es muy remota ante las pasiones y la cerrazón que han caracterizado a los grupos dominantes del PRI.
Situación de mucha mayor dificultad presentan las cuestiones relacionadas con el patrimonio político de las personalidades priístas que dejan el partido para acrecentar sus propios méritos, obtener avances que el PRI les niega o les impide alcanzar y fortalecer a otras fuerzas políticas.
Habrá que analizar también esas cuestiones detenidamente: se trata, entre otras cosas, de la vigencia de proyectos, o al menos de perspectivas democráticas, pero sobre todo de la sobrevivencia dinámica de las tendencias más tradicionalistas, autoritarias, e incluso despóticas.