Jordi Soler
Los objetos inexistentes

Convocados por André Breton, que era entre otras cosas el líder del grupo, el grueso de los surrealistas que en 1921 andaban en París, fueron invitados a una exposición de objetos inexistentes. Entrando al salón, en el extremo derecho, podía verse esa instalación clásica surrealista, puesta necesariamente en el baño de hombres, que constaba de una niña, de preferencia rubia, en edad de hacer la primera comunión, con su vestido blanco y una vela encendida, erguida con ese orgullo francés entre dos mingitorios. La niña tenía la consigna, para eso se le pagaba un sueldo, de repetir durante ocho horas de jornada verbal intensa, una antología muy bien cuidada de obscenidades.

Aquella exposición estaba inspirada en una línea de Breton que era, y probablemente siga siendo, la pieza maestra de las cosas inexistentes: ``pez soluble''. Para exhibir esta pieza bastaba nombrarla en cualquier parte del salón; no podía desde luego colgarse de ninguna pared ni colocarse en una base ni tampoco dejarla ahí tirada por el suelo; se trataba de una cosa verdaderamente inexistente, si se descontaba el lapso de tiempo que ocupaba su pronunciación.

La niña en vestido de primera comunión que decía los mantras encendidos era un enigma. Ninguno de los críticos asistentes sabía bien en dónde estaba lo inexistente de esa instalación, aunque alguno, más listo que los otros, alcanzó a adivinar que eso no podía existir más que ahí mismo y que en el resto del mundo esa obra era, efectivamente, inexistente. Entre una máquina armada a base de ruedas de bicicleta que era la propuesta de Marcel Duchamp y una de las lámparas-objeto del pintor Yves Tanguy, había una señora que, probablemente inspirada por el ambiente bélico de ese periodo de entreguerras, se había colgado un cartel que decía: ``la paz en el mundo''.

La mayoría pensó que aquello era demasiado obvio. Además, la señora que llevaba el torso desnudo tenía unos senos que existían con una fuerza que anulaba cualquier intento de inexistencia. Un joven cineasta español proyectaba permanentemente su propuesta en un rincón oscuro del salón. En la pantalla se veía un velero navegando en el horizonte; a los pocos minutos de proyección podía concluirse que el barco iba vacío, no llevaba ni pasajeros ni tripulación ni capitán. En determinado momento aparecía una saliente de piedras enfrente del velero.

Los espectadores, un nutrido grupo de curiosos que contemplaba la obra de pie, se movían en ese punto climático con cierto nerviosismo. En unos cuantos segundos el barco se hacía pedazos contra las piedras y se hundía sin dejar rastro ni una tabla ni un trozo de vela ni una mancha de aceite, nada. Entonces la cámara daba la vuelta hasta quedar centrada en la playa donde una fila muy larga de personas, sentadas cada una en su silla, daban la espalda al mar. Estaba también esa imagen clásica del surrealismo que es una pipa con esta inscripción debajo: ``esto no es una pipa''. Franco Saló, uno de los pintores convocados, sembró un enigma más grande que el de la niña de blanco. Llegó a última hora preguntando cuál era el espacio que le correspondía y sin ninguna clase de trámite ni preparativo, colocó en el suelo una caja de zapatos vacía que traía bajo el brazo. Junto a la caja, colgada en la pared, estaba una obra que firmaban entre todos, aunque se decía que la idea había sido del poeta Paul Eluard. Se trataba de un lienzo con una inscripción que lo cruzaba de lado a lado y decía: ``un cuchillo sin mango cuya hoja se ha perdido''. Alguien observó que la lámpara-objeto de Tanguy era en realidad un vaso del que el pintor bebía. Cuando un crítico estaba por decirle que su objeto inexistente era otro de los enigmas de la exposición, Tanguy aclaró que más bien se trataba de la única forma que se le había ocurrido para tener su ginebra siempre a la mano.

Otro llegó a la conclusión de que el objeto de Saló tampoco era ningún enigma; había observado que el pintor, cuando dejaba su caja en el suelo, calzaba un par de zapatos nuevos. Breton se paseaba orgulloso por los salones de su exposición. Cada determinado tiempo alguien lo detenía para que expusiera esa obra maestra de las cosas inexistentes. Bretón accedía siempre, se sacaba la pipa de la boca y decía ``pez soluble''. Las personas que estaban alrededor veían cómo esa pieza magnífica, antes de desvanecerse, nadaba durante el tiempo que duraban sus diez letras.

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