Andrés Aubry y Angélica Inda
Chiapas y la droga en minifundios
La operación militar antidroga de Aldama (mejor conocido como Magdalenas) invita a identificar y ensamblar -de manera social, no policiaca- las piezas, momentos y procedimientos de un nuevo proceso, ya detectable en la segunda mitad de los años ochenta. En la primera mitad del general Absalón Castellano Domínguez (1982-1988), el secretario de Gobierno era el ex fiscal de hierro, el chiapaneco Trejo. Eran los buenos tiempos de los macrocultivos de estupefacientes en el sureste, los cuales ameritaron una carta pastoral que los documentaba suscrita por los obispos del Pacífico sur en Oaxaca y Chiapas, e implicaba de paso a instituciones oficiales, lo que confirmaron recientes y famosos arrestos.
En Chiapas había dos paraísos narco: la Selva y los Valles Centrales. En las Cañadas y Marqués de Comillas se detectaron pistas plegables (con rollos de césped), ocultables como por encanto después de cumplida la misión de las avionetas. Pero en los Valles Centrales, emporio de los Orantes, nada se ocultaba, a tal extremo que en el sexenio siguiente, el de Patrocinio González Garrido, no pudo realizar su proyecto de eje vial norte-sur para acortar el camino a la Costa. La consigna de los guardias blancas de entonces era: ``Primero disparas y después averiguas''. Para blanquearse, los Orantes echaron a circular un ``código de familia'' que sancionaba a quien, dentro del clan, fuera sorprendido en ese negocio. Lo cierto es que había caído ya el secretario -que no fue de hierro para la droga que controlaba en el estado-, rebotando el conflicto a la periferia: en los Chimalapas, entre Oaxaca y Chiapas.
Lo que se supo después del primero de enero de 1994 es que el EZLN en la Selva (ya en su fase oculta antes de esa fecha), y algo después, la emergencia súbita de nuevos movimientos de insurgencia civil en los Valles Centrales, limpiaron los latifundios de la droga. Pero el aviso de la Selva fue suficiente para que los productores de narco armaran una nueva táctica.
Con el auge de la sociedad civil a partir de 1985, los nuevos y exigentes movimientos campesinos hicieron la vida difícil a los finqueros. La crisis de 1982 había coincidido en Chiapas con el refugio guatemalteco. Los indígenas de los Altos, ya antes de esa fecha, prefirieron canjear su trabajo de peón de finca con su contratación en las grandes obras del boom petrolero; canceladas éstas por la crisis, al regresar se vieron desplazados por la mano de obra guatemalteca que no podía pedir, por extranjera, las mismas garantías laborales. Es cuando en Chiapas merman drásticamente las tradicionales fuentes de trabajo rural, frustrando a peones de las fincas o aparceros de los Valles Centrales.
Para rescatarlos, los grandes dueños de la droga se convirtieron en los nuevos finqueros. Así como el latifundista tradicional difería el reparto agrario regalando parcelas de segunda a sus bastardos o en pago a comisariados ejidales comprados, así el macronegocio de la droga se ocultó con una red de microfundios ejidales de mariguana y amapola.
Neofinqueros, campesinos y oficiales coludidos cobraban ventajas en este nuevo proceso: los primeros ganaban impunidad, pues quien pagaba el pato no era él, sino el indígena sorprendido por la partida militar en su parcela de mariguana; los segundos ahorraban meses de exilio laboral, ganando más sin separarse de su familia y, creían, sin los sufrimientos de la finca; el tercero, al encarcelar a indígenas por delitos contra la salud, daba la prueba de que la lucha contra la droga seguía siendo eficiente, contabilizada en número de presos campesinos.
Sin embargo fueron tiempos amargos, con muertes campesinas, porque el nuevo negocio exigía un secreto absoluto y quien, de repente y por casualidad, atravesaba sin querer una microparcela en presencia de su dueño, era eliminado para evitar una delación fatal. Otros se desquitaban, porque detectaron que algunos soldados de la partida antidroga, pero sin uniforme, dedicaban su día de descanso a cultivar a escondidas su propia parcela.
El método era aquél del enganche de la finca. Los agentes de los neofinqueros adelantaban pagos, semillas y agroquímicos. La presión ya no era la deuda, como en los viejos tiempos, pero seguía siendo la amenaza de la cárcel (la posible delación del neofinquero) a quien no se lo cumplía cabalmente. En aquel tiempo el tema era tabú, a tal extremo que, en el ayuntamiento constitucional de San Andrés, le iba muy mal a quien se atrevía a plantear el problema: el silencio encubría lo chueco.
Nuevos mercados se abrieron a la minidroga; la propia cárcel (lo documentó Scherer), la seguridad pública (lo consignaron periodistas e integrantes de la Comisión de Verificación de la negociación de Las Limas, en La Jornada del 17 de diciembre de 1997, que victimó en Quextic a Agustín Secúm), y los grupos de civiles armados (por ejemplo antes de actuar en Acteal, ``para darse valor'').
La limpia de los microfundios de droga, como la de los macro de fines de los ochenta, fue otra vez obra rebelde. En 1997, recorriendo el campo, el indicador de poblados de bases de apoyo era un letrero que vetaba con severos castigos la entrada de droga.
El castigo de Aldama se dirigió al efecto, no al proceso que lo genera. Así lo entendieron los magdalenos al evidenciar su resistencia a la nueva finca, y también -como lo sugiere el último número de la revista estadunidense NACLA- a ``la democracia militarizada'': ayer en nombre de las viejas fincas y hoy de la droga.