Teresa del Conde
Desnudos italianos

Las analogías entre la opción figurativa en las artes plásticas italianas a partir aproximadamente de 1920-1921 y lo que se dio en nuestro país en esas décadas, ameritarían un trabajo por ahora no abordable. Hay un sustrato ideológico que -vistas las cosas con detenimiento- no difiere radicalmente hasta entrados los años treinta. La identidad y el nacionalismo son ingredientes principales pero allá, como aquí, las personalidades de los artistas lograron en la mayoría de los casos mantenerse por encima de consignas comunes. Las variantes son, por tanto, múltiples. Intento comentar varias obras en las que el desnudo es tema principal (las esculturas integran otro rubro) exhibidas en Del novecento a corrente, muestra vigente sólo por cinco semanas en el MAM.

De Francesco Trumbadori es una de las piezas que sin duda se convertirá en predilecta del público: Desnudo clásico (ca. 1925) ofrece de frente el cuerpo apenas cubierto en su parte inferior por un paño blanco, de una joven con el rostro captado de perfil. Las proporciones están tomadas de las Venus clásicas, pero se encuentran erotizadas (acentuada la cintura, abultados los senos) de acuerdo con lo que vendrá a ser el ideal del cuerpo femenino italiano que después encarnarían divas como Silvana Mangano y sobre todo Gina Lollobrigida. La factura es tersa, el suave claroscuro hace resplandecer los tonos de la carne, viene inmediatamente la asociación con Ingres, pero al resultar mucho menos lineal que los desnudos del francés, el efecto es más sensual.

En contrapunto con ese cuadro se exhibe Lucrecia (1922), de Giorgio de Chirico, un desnudo completo, muy ceñido; la mujer parece estar hecha de madera, como los maniquíes metafísicos. Lucrecia revela la castidad que la convirtió en heroína por todos lados: es incluso ligeramente cómica, sin dejar de ser ``dramática'', cosa que quien conoce a De Chirico acepta gustosamente. Se antoja que para sus ojos caídos y llorosos, el pintor tomó los suyos propios como modelo, situación que la boca repite. A la vez, la figura hace un guiño a la Eva de Alberto Durero en cuanto a proporciones y planteamiento.

Es el momento en que el pintor desata sus homenajes a artistas del pasado, cosa que se constata con la presencia de su soberbia copia de la Donna Gravida, de Rafael Sanzio, que también se exhibe. El hecho de copiar a Rafael indica dos cosas: para retornar al clasicismo (propósito vigente esos años) había que volver a sondear en el Renacimiento y, por tanto, en los modelos grecorromanos; y para pintar bien había que analizar a conciencia las obras de quienes en tiempos pasados, remotos o recientes, así lo hicieron, cosas que en el siglo XVII fue práctica consuetudinaria si pensamos en pintores del calibre de Rubens. Durante el romanticismo y aún después ocurrió lo mismo.

En 1922 Mario Sironi realizó un desnudo femenino también en exhibición. El es quizá la figura mayormente protagónica del Novecento y tuvimos oportunidad de contemplar obra suya con proyectos monumentales entre otras piezas el año pasado en el Museo Tamayo. Su desnudo es denso, fuerte, texturado y sintético, no minucioso como los ya comentados; mira a Cézanne pero también a los expresionistas, no complace, convence.

De la misma fecha es una de las pinturas de mayor formato en la muestra, Máscaras, de Gianemilio Malerba; son cuatro miembros de lo que podría ser una familia circense o teatrística; comparecen un arlequín, una mujer descalza y de pie cubierta con túnica oscura en pose y ademán picassianos y dos mujeres más. La que mira de frente al espectador (retrato de la mujer del pintor) ofrece vastas áreas desnudas: hombros, brazos, parte del pecho, muslos y pantorrillas muy gruesas, es un tipo de belleza romano, pero no se encuentra idealizado en lo más mínimo. La hermana más joven de esta mujer semidesnuda va cubierta y se recarga en ella, sosteniendo un ramo de flores que un posible admirador -fuera de la escena- le ha brindado.

Es una pintura a la que quizá antecede una fotografía y anticipa el neorrealismo italiano en el cine. Mario Tozzi, que fue parte del comité directivo del Novecento y que recibió un Gran Prix en París, es autor en 1934 (vísperas de los desastres fascistas) de una escena enigmática. En El vicio y la virtud la muchachita que incursiona en el recinto con ademán sorprendido está desnuda, igual que la joven vista de espaldas con el perfil visible, mirando de reojo hacia fuera. Le hace contrapunto una mujer en atuendo casero que carga a una criatura casi del mismo tamaño que la niña. La atmósfera es cercanísima a Balthus. ¿Cuál de las dos mujeres es el vicio y cuál la virtud?, ¿qué derroteros tomarán los chiquillos allí representados? Hay otros desnudos, como el de Carlo Levi (1929) y el muy hermoso de Luigi Chiesa (1931) que son vanguardistas; la Eva de Birolli (1933) es medio simbolista y las muchachas (1940) de gustoso son unas demoiselles D'Avignon convertidas a la picaresca.