En el 97 fue Asia oriental, en el 98 Rusia. Y el 99 se inaugura con Brasil. Y en ninguno de estos casos es posible decir que ya estemos del otro lado del río. La hipoteca sobre la economía mundial seguirá por un tiempo indefinido mientras los bancos japoneses reconstruyen su credibilidad, Rusia supera la fase salvaje y criminal de su redescubierto capitalismo y Brasil reabsorbe un déficit fiscal digno del carnaval de Río. Y sin embargo, hasta ahora, no obstante los crujidos en distintas partes, el desplome mundial no ha ocurrido. Y este tal vez sea el verdadero milagro de la situación actual. Un prodigio con tres patas: la economía de Estados Unidos que sigue saludable como nunca en las últimas décadas, el plan de ayuda financiera internacional para Brasil de noviembre del año pasado y, naturalmente, una dosis considerable de fortuna.
Si miramos a América Latina, y sobre todo al Mercosur, el 99 será, ahora con más razones que antes, un año de pasión. A un 1998 de crecimiento casi nulo, seguirá para Brasil un año similar o peor. Y dadas las dimensiones de esta economía -el segundo importador de América Latina- su recesión impactará negativamente a todos sus principales socios comerciales, sin considerar que la devaluación del real, obligará varios países de la región a devaluar también sus monedas para hacer frente a la mayor agresividad competitiva del made in Brazil.
Hay por lo menos tres observaciones que los acontecimientos recientes -anuncios controlados de posibles convulsiones financieras futuras- obligan a hacer. Establezcamos una secuencia sin jerarquía. La primera es obvia: Los márgenes de cada país para apartarse, en función de objetivos nacionales específicos, de las normas financieras consideradas canónicas a escala mundial se han estrechado considerablemente. Las políticas económicas necesitan concentrarse cada vez más en orientaciones estructurales en lugar que en la estricta manipulación de las variables macro tradicionales.
La segunda observación tal vez sea un poco menos obvia. A mediano-largo plazo, la solidez macroeconómica es insostenible en economías estructuralmente frágiles. Y si miramos a América Latina es inevitable reconocer por lo menos tres fuentes dramáticas de fragilidad estructural: la mala calidad de las instituciones públicas -con el correspondiente apéndice de corrupción, falta de confianza y desperdicio de recursos escasos-, el atraso crónico de la agricultura y de amplios espacios rurales, y una distribución del ingreso que hace de algunos países del área, como Brasil, México y Colombia, verdaderos campeones mundiales de desigualdad.
Un equilibrio financiero sostenible en el tiempo requiere una condición: crecimiento económico equilibrado sostenido por un tiempo suficiente a sacar los países de estas cicatrices típicas del atraso. Atraso significa tensiones estructurales que convierten el equilibrio macroeconómico y financiero en un espejismo teórico, en una fuente inagotable de tentaciones populistas y en una mina igualmente inagotable de cinismo político.
La tercera observación es que tres campanadas (Asia oriental, Rusia y Brasil) en menos de dos años deberían ser suficientes para entender la fragilidad presente del sistema económico internacional.
¿Qué hacer? Por lo menos dos cosas: reforzar la vigilancia pública sobre los sistemas bancarios nacionales (lo cual requiere instituciones públicas dotadas de un mínimo de eficacia y de independencia de los partidos políticos y sus respectivas clientelas) y una gran reforma del sistema financiero mundial que reduzca las posibilidades de enriquecimientos especulativos y disponga de mecanismos de intervención más eficaces y oportunos en casos de imprevistas crisis localizadas.
Lo más preocupante de la situación actual puede resumirse así. Gran parte del tercer mundo no entiende que no puede haber equilibrios financieros razonablemente estables en el tiempo con miseria, injusticia e ineficiencia. Y gran parte del primero tampoco parecería dispuesto a reconocer que la vieja estructura de Bretton Woods requiere obras profundas de restauración.
A muchos dirigentes políticos y empresariales de nuestro tiempo se aplica lo que dice Joan Manuel Serrat: si no fueran tan temibles darían risa; si no fueran tan dañinos darían lástima. Mientras tantos nos tienen con el alma en un hilo mientras regalan al mundo sus soberbias iluminadas. Y la tragedia del ciudadano común y corriente es que además de cargar problemas que no tienen soluciones sencillas está obligado a cargarlos a ellos también.