Bernardo Bátiz Vázquez
El Papa

La visita del Papa, como hace veinte años, conmueve a nuestro país; el gobierno lo recibe con respeto y con algunas reservas, y el pueblo con una combinación de admiración y fervor. Más que cualquier otro personaje público, su presencia conmueve, inquieta y sugiere, no por cierto con motivo de la publicidad barata y pedestre que se ha hecho a su alrededor, sino más allá de eso, por su propia personalidad y por lo que representa.

El Estado Vaticano, del que es jefe, es políticamente hablando una entidad casi simbólica, con un territorio minúsculo y unas fuerzas armadas de alambardas que ya eran obsoletas cuando Leonardo diseñó sus vistosos uniformes. La fuerza del pequeño Estado es otra, por supuesto; su experiencia diplomática, su peso moral en el mundo y los millones de seguidores en todo el planeta, son su sustento.

Es la Iglesia, múltiple y unida a pesar de la multiplicidad; por todos los caminos se llega a Roma, dice el proverbio antiguo y popular; la Iglesia está presente en todos los continentes y en todos los países, se encuentra entre los pobres como un consuelo, una esperanza, y en las clases medias como una reserva moral de las sociedades; se cuela entre los ricos y entre los políticos; su influencia y su ubicuidad es ya dos veces secular, y el Papa la representa y jefatura.

La fuerza moral e histórica de la Iglesia tiene raíces que la explican, independientemente de su pretensión y convicción de que su origen es divino. La Iglesia, en su momento, en su fundación y durante sus tres primeras centurias transformó al mundo antiguo que la vio nacer y crecer como en la parábola evangélica, de ser un pequeño grano de mostaza, hasta convertirse en un árbol robusto; y la Iglesia llenó, se ha dicho mucho, con nuevos valores, fines e ideales el hueco vacío del imperio romano. Implantó en tierra fértil las virtudes cristianas que nos podrían sonar hoy algo extrañas y anacrónicas, pero que así les deben haber sonado a los romanos, griegos, egipcios, galos, etcétera, que los oían por vez primera: humildad, pobreza, castidad, perdón, amor al prójimo, sacrificio, elevación de espíritu.

Eso es lo que trajo la Iglesia; ese es el mensaje del Papa, su presencia, a pesar de las torpezas de los publicistas y formadores de imagen; sobresale por sí misma, por lo que es él mismo, un hombre de fe, de gran valor personal y de gran capacidad como dirigente y transformador de su tiempo, pero también por lo que representa: una religión y una organización religiosa que convencen a muchos y que muchos siguen y respetan, pero que además han impuesto un estilo, una forma de convivencia con base en el respeto y en el cumplimiento de reglas claras y sencillas al alcance de todos, de tal modo que aun los que no las cumplen las reconocen como valiosas y útiles, si no es que indispensables para la convivencia. No hay duda de que el sistema jurídico, la filosofía, la vida familiar, el reconocimiento de los derechos humanos, el sistema de la organización internacional de los estados y otras muchas instituciones modernas, valiosas para la paz, la justicia y el orden, tienen una antigua raíz y una fuente lejana en la Iglesia que representa nuestro visitante.