La Jornada Semanal, 17 de enero de 1999



Fabrizio Mejía Madrid

Tiempo fuera

Historia de una escultura

El día que murió su padre, Rolando recibió una sola llamada. No era un mensaje de condolencias, sino una oferta de trabajo. No pudo sino sonreír al escuchar la voz gangosa de la secretaria en el teléfono:

-Quieren que tu padre haga la estatua del Papa que quedará en la plaza central. Y lo estamos citando a una reunión.

-No podrá asistir, tiene un compromiso que a estas horas ya no puede suspender -dijo Rolando, mirando el cuerpo rígido de su padre vestido con una falda roja y una peluca rubia, sentado en el sillón de palma, brindando a todo lo alto mientras sostenía un coco con ginebra.

Colgó sin dejar de sonreír. Nadie se había acordado de su padre en veinte años. Llegó a ser bastante famoso como escultor de bustos de personajes patrios. Ya saben, muchos empresarios, algunos de los presidentes más soeces del medio siglo, esposas de gobernadores, en fin. Era, también, un teórico del Estado, Rolando recordó un fragmento de sus teorías, mientras trataba sin éxito de despojar al cadáver de su trago de ginebra con popotes cortos:

``Dios -aseguró don Rolando en una entrevista- es el primer empresario. La Creación fue una iniciativa personal que llevó a cabo con sus propios medios y que, no obstante las resistencias (acuérdense de la desobediencia de Eva), terminó con eficacia en un tiempo récord. Imagínense, si la Creación hubiera sido un programa estatal de desarrollo o que los animales del Edén se hubieran sindicalizado o, peor aún, que, para hacer la luz, se hubieran tenido que discutir previamente las implicaciones de su acción con los actores sociales involucrados; Dios nunca habría terminado. Si Dios no hubiera sido el primer empresario, todavía estaríamos en pleno Diluvio, organizando rondas de elecciones, con el agua al cuello, para decidir si Noé y su familia serían los únicos que debieran salvarse.''

Un buen discurso que le valió a don Rolando salvarse de la enorme tempestad que sobrevino, escondiéndose en una oficina de reforestación. No es que don Rolando supiera algo de bosques o hábitats. Cuando lo nombraron, el presidente sólo le dijo: ``Don Rolando, sé de su afición por la pintura.'' En ese empleo, el Presidente de la República le ordenó reforestar una región selvática del sur del país. Y llegó el momento esperado: el Presidente inauguraría la nueva selva el fin de semana. Rolando hijo recordó la mágica solución con la que su padre salió del atolladero: mandó comprar aerosoles de color verde y puso a casi cien mil campesinos sin tierra a rociar el polvo de la zona deforestada, las montañas y las carreteras. ``Todo quedó pintado de verde subido, así que, cuando el señor presidente pasó en avioneta a verificar la reforestación, quedó tan impresionado que, en ese instante, decidió traer a la Comisión Interamericana para que sancionara los logros de su gobierno en materia ecológica.''

Unos meses después, mientras los comisionados norteamericanos bajaban de un avión en el hangar presidencial, don Rolando tomaba un barco al Caribe, a donde se exilió hasta que proscribieran los delitos de los que seguro se le acusaría. Pero, tras siete años en una isla caribeña, su padre se enteró de que, en efecto, la Comisión Interamericana había viajado a la supuesta nueva selva, pero un funcionario mexicano, al ver el truco de la pintura, convenció a los comisionados de que, antes de pasar a la verificación ecológica, comieran unos hongos terrosos en casa de una bruja: los comisionados salieron a aullarle a la luna. Una de ellos, respetable senadora por el estado de Utah, se internó en el terregal pintado de verde y regresó convencida de que Frida Kahlo la había seducido en las narices de Diego Rivera. Y el trabajo de la Comisión terminó en una única petición al gobierno mexicano: ``Que no se entere el Congreso de los Estados Unidos de que la senadora Wilkins tuvo sexo oral con el fantasma de una pintora comunista.'' Lo que se llama, en política, final feliz.

Ahora estaba muerto. Exhausto de luchar contra la afición del cadáver a aquel coco con ginebra, Rolando hijo se dejó caer, acalorado, sobre el sillón de palma. Tomó una decisión que le hizo volver a sonreír: embalsamar a su padre en esa postura. Con el índice y el pulgar, Rolando hijo extrajo los popotes cortos del coco embarrados de bilé morado, y pensó, que si le daban un baño de oro a aquel fruto, su padre muy bien podría pasar por la estatua del Papa.