La Jornada Semanal, 17 de enero de 1999
Durante largos meses de trabajo en bibliotecas públicas y colecciones privadas de papeles, el poeta Guillaume Apollinaire trató de reconstruir el Londres libertino del siglo dieciocho. Intentaba confeccionar una guía para el caminante en Londres un par de siglos antes, guía para paseantes muertos. Apollinaire levantaba un índice de tabernas donde calmar la sed pasada (Además de poemas, escribía libros eróticos y los libros eróticos hablan siempre de esto, de la sed de hace siglos). De aquella investigación suya sale esta historia:
En una de esas tabernas londinenses del siglo dieciocho, un joven vino a enamorarse de una joven parroquiana. El establecimiento era de los más aristocráticos de Londres (servían champán), aunque esta salvedad pueda significar muy poco. Enseguida uno empieza a sospechar de esa muchacha de hace dos siglos metida en una taberna, pero hay que recordar que la época abundaba en licencias y ella tal vez no era una puta (Si acaso lo fue se portó bastante esquiva, como se verá).
El joven, por su parte, llegó bastante ebrio, llevaba recorridas varias cuadras antes de aparecer por allí. Lo acompañaban tres o cuatro compinches y se azuzaban unos a otros. Así que encontrar a la muchacha en la taberna resultó providencial para todos. Aumentó la algarabía y hubo complicidad y secreto.
Sucedió en el verano y, a pesar de las ventanas abiertas y el río tan cerca, la taberna resultaba bastante calurosa y la bebida cruzaba el gaznate con suma facilidad. Por ello, los jóvenes se encendían. La muchacha, por sofocación o por coquetería, dejó ver un zapato pequeño y una de sus pantorrillas. La felinidad del gesto, un abandono acechante del zapato, aparece mucho en la pintura galante, puede verse en Boucher.
Impulsado por lo que suponía una invitación, el joven pidió a la muchacha que le permitiera beber al lado suyo. Ella respondió con una negativa y el joven alcanzó a besar la punta del zapato y, abalanzado ya, logró apoderarse de éste. En ese instante uno que otro caballero debió abandonar su conversación, su jarra, o su pipa, pero nuestro joven revirtió el atrevimiento en galantería y asombró a todos con el anuncio de que, en homenaje a tanta hermosura, bebería champán en aquel zapatico.
Era un modo elegante de empezar a desnudarla y la muchacha se mostró halagada. Los compinches del joven levantaron más sus voces y aprovecharon que eran, por el momento, el centro del local. La taberna se llenaba de recién llegados que repetían el asombro. Hasta que el joven debió sentir que beber de un zapato femenino era poca osadía. Por lo tanto hizo llamar al cocinero.
El cocinero se acercó preocupado por parecer presentable, el joven dijo en voz alta su pedido y fue el más raro que el primero oyera: tenía que buscar el modo de preparar aquel zapato porque el joven no se marcharía de allí sin haberlo devorado.
Los habituales de la taberna no recordaban caballerosidad tan indigesta. El cocinero regresó a su rincón y empezó a darle vueltas al asunto, pasaba de un instrumento a otro sin decidirse. Al final, del mismo modo en que se raja un buche, deslindó materias: cuero, tela, madera.
Cada una tendría tratamiento propio. Como el damasco era el más fácil de digerir, lo puso en un guisado. La suela de cuero, correoso como es el pellejo curtido, tuvo que ser convertida en picadillo de carne. Puestos a imaginar, por extensión el cuero es carne... Con tal de hacerlo más apetecible se agregó carne picada al picadillo de cuero.
Al llegar al tacón, el cocinero se detuvo. Cortó en láminas muy finas la madera, echó las láminas en manteca encendida y las sirvióÊluego como guarnición de otros platos. El propio cocinero quiso alcanzar a la mesa una comida tan fantástica y en el salón lo recibió una gritería de apostadores.
El joven devoró todo aquello. No sabemos cuál fue la reacción de la muchacha. Es fácil suponer que empezaría a mirar al joven como si se tratara de un monstruo. Es decir, empezó a estar propicia. Apollinaire recuerda un caso gastronómico parecido otra noche en San Petersburgo, cien años después.
Dos balletómanos petersburgueses competían en homenajes a la Taglioni, llevaban entre ellos una guerra encarnizada. Si primero el fanatismo de ambos se ocupó en asegurar a la Taglioni por encima de otras bailarinas y el ballet por encima de todas las artes, se empeñaban ahora en ahogar a la adornada bailarina con halagos.
Cioran ha escrito que toda apología debería ser un asesinato por entusiasmo. Y los dos rusos se ocupaban en apurar ese asesinato. Carruajes y regalos y cenas y paseos y la Taglioni no veía por qué tenía que inclinarse por uno de ellos. Seducía a muchos, desconocidos en su mayoría, no a uno en especial. Bailaba para el público, una entidad no reducible a un rostro. Y ahora sus dos admiradores petersburgueses se acercaban a ella como si le trajeran propuestas matrimoniales.
Ellos sostenían (cada uno en su turno, pues no podían verse sin indignación) que si entre tantas divas la preferían a ella (uno de los dos se atrevió a recordar el juicio de París), a su vez ella tendría que responder con afecto exclusivo. Cerca de ella, uno de los dos sobraba.
Pasaron los días en ese litigio y ya se avecinaba la última presentación de la Taglioni en Petersburgo. A ella le dolía abandonar la ciudad y el juego de celos de sus dos fanáticos. Como despedida, y para dejar suspensa su elección hasta otra temporada, regaló a cada uno de ellos una de sus zapatillas.
En vano pidieron la del pie contrario. Una asistente de la bailarina avisó a ésta que a la entrada del camerino se encontraban arrodillados los dos hombres. Cada uno mordía la zapatilla regalada y morder y tragar fue una misma cosa. Al final, los fanáticos no dejaron restos del regalo recibido, se comieron las zapatillas.
La Taglioni se sintió asqueada y en peligro. Comprendió que la devoción de ambos estaba presta a convertirse en canibalismo y que en esto podría acabar el entusiasmo por su arte. No volvió a verlos más ni volvió a presentarse en San Petersburgo.
Las dos historias recogidas por Apollinaire hablan de la metáfora que es comer. Un joven se enamora de una joven, es rechazado y encuentra un gesto con el cual subrayar su avasallamiento pero también hablar de posesión: convierte en copa a un zapato, se lo come. Lo mismo hacen los dos fanáticos despechados de la Talgioni.ÊSustituyen, igualan, es decir, metaforizan.
Hace ya cuatro o cinco años que muchos compradores del mercado negro en La Habana comieron, sin saberlo, frazadas de piso. Es también una historia de sustituciones. Londres, San Petersburgo o La Habana, en cualquiera de los siglos...
La policía habanera se encontraba avisada de que un cargamento de frazadas de limpieza había desaparecido. No existían pistas, rastros. Quedaba esperar a que apareciera una avalancha de este artículo en el mercado negro, detener a alguien y llegar, por delación, a la fuente del delito. Habría que tener paciencia, el artículo en cuestión no era notable (mejor hubiera sido leche en polvo o jabones), pero se vendería igual.
La noticia del robo corrió. Se supo además que multitud de espías y policías de civil merodeaban. Y en el mercado negro, una plaza volátil, de cartografías demasiado instantáneas, no sucedía nada. La policía percibió, eso sí, que aumentaban considerablemente las ventas prohibidas de pan con carne. Así que decidieron ocuparse de esto.
Salieron a la calle unos cuantos policías de civil dispuestos a comprar pan con carne de res. Algunos vendedores clandestinos se acercaron sin desconfiar, hicieron sus propuestas al oído en plena calle. Vendedores y policías entraron juntos a un callejón, en el callejón a una casa de vecinos y en la casa de vecinos a un cuartucho que apestaba a manteca.
Dentro del pan había un bistec no muy grueso envuelto en huevo y pan rallado. El trabajo de la policía consiguió a la larga unir dos historias, aquélla en que un cargamento de frazadas desaparecía y la de una banda de contrabandistas de carne. Todo fue descubierto, cada frazada era cortada en cuatro partes y esos fragmentos se llevaban a tanques llenos de jugo de limón. Allí se maceraban durante algunos días. El limón trabajaba la fibra hasta que diera igual músculo o tela. Luego venía el momento de cubrir lo falso: se pasaba por huevo batido y pan rallado, se freía en grasa donde antes se cocinara carne verdadera. Y este trasunto de sabor a carne (todo sabor parece ser trasunto) era lo que finalmente convencía, el toque maestro de los falsificadores. Se trataba de una preparación tan concienzuda como la del cocinero de la taberna londinense en la historia de Apollinaire.
Moralismos aparte, la historia de la carne falsa habla también de búsqueda de metáforas mediante la comida. Las provisiones estatales cubanas participan también en este metaforizar y el café tiene un sumando importante de otros granos tostados, la carne es extendida con soya. Muchas amas de casa, por la misma época del bistec de frazada, conseguían carne de res de las cáscaras de toronja. El procedimiento resultaba tan agotador como el que arrojaba carne desde un textil y daba al ama de casa más inocente un aire sombrío de contrabandista a la mesa familiar.
La historia se repite en cualquier país en depresión económica. La desesperación hace que se multipliquen las metáforas. La pobreza abunda en ardides, toda la imaginación puede malgastarse en remiendos. Chuletas de arroz con patatas fritas, calamares fritos sin calamares, buñuelos de crisantemos al ron: nombres sacados de un recetario barcelonés de la guerra civil. Crema de chocolate sin crema, sin huevos y casi sin chocolate: de un recetario francés de 1871, año de guerra en París. Achicoria tostada por café en Alemania, después del bloqueo de 1806 contra las islas británicas. O la advertencia que leyera Eugenio Montale en los restaurantes más serios de Londres durante 1948: ``en estos dulces (casi siempre se referían a pequeñas torres cilíndricas gelatinosas que temblequeaban al paso del ómnibus) no hay ni leche, ni azúcar, ni verdadera harina''.
No es casual, cuando se trata de metáforas, que vengan a cita nombres de poetas: Montale, ApollinaireÉ Las comidas sustitutivas no sólo pretenden pasar por más nobles, procuran ir más allá. Hablan del buen tiempo pasado, de hermosos días idos y establecen una relación entre ese ayer y hoy. En un momento en que peligran todas las identidades, parece quedar claro que somos los mismos de antes, persistimos aún gracias a viejos hábitos. Lo que ningún Estado, por policial que sea, logra llevar a esquema de identificación, lo que no cabría en un expediente, el gusto, un montón de simpatías y rechazos, nos hace iguales a quienes fuimos en mejores tiempos. Y algo, sospechosamente la identidad que creemos ser por encima de cualquier circunstancia, sobrevuela, no se conforma con ayer y hoy. Porque metáfora es relación, el arco que viaja de A a B, nunca A ni B por separado.
Dos materias ocupan principalmente las búsquedas sustitutivas del cubano en la isla. Una es la carne. Pretender la materialidad de un buey, la carne que palpita en esa montaña de comida, en ese bolsón de sangre. Otra el buen alcohol. Se pugna en líquidos opacos, se fabrican bebedizos de nombres sorprendentes: Champán de Hamaca, Bájate-el-blúmer, Escupelejos, Espérame en el piso, Pyong Yang, Hueso de Tigre (Pyong Yang fue el nombre más lejano que pudo ocurrírsele a uno de los fabricantes. La ciudad más lejana es la que se atraviesa en medio de la borrachera. Se camina por calles desconocidas y, en caso de cruzarse con alguien, no se llega a entender sus palabras). Lo que se busca es ebriedad, inhalar el humo de la sangre caliente, hartarse de sangre oscura, comer sombra.
El que escribe sobre la mesa con mantel de comidas dibujadas parece tan desprovisto de materia como si se dispusiera a un ejercicio de recogimiento. Escribe en una celda acerca de comidas. Porque tiene muy pocas concreciones a su alrededor cree merecer un poco de abstracción. Tiene la barriga en blanco y las carencias le ayudan a pensar que toda comida es sustitutiva, que comer es siempre metaforizar, tender un puente. Todo es remedo de la leche materna, de aquello que cruzaba la tripa del ombligo, de la neblina que al inicioÉ
Sentado a la mesa de comer y de escribir, recuerda las verdaderas comidas, lo que toman al final de sus vidas los grandes taoístas: un poco de rocío, un pedazo de nube, algún celaje, arco iris. Lo que está al final del comer cubano, supone el final de todas las metáforas de las comidas cubanas, es la sombra. Por eso José Lezama Lima habrá escrito que el cubano al comer se incorpora al bosque. Un pueblo tan solar está obligado a comer oscuridades por naturaleza.