La Jornada Semanal, 17 de enero de 1999
El túnel fue la única novela que quise publicar, y para lograrlo debí sufrir amargas humillaciones. Dada mi formación científica, a nadie le parecía posible que yo pudiera dedicarme seriamente a la literatura. Un renombrado escritor llegó a comentar: ``¡Qué va a hacer una novela un físico!'' ¿Y cómo defenderme cuando mis mejores antecedentes estaban en el futuro?
El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria Ocampo, que se excusó diciéndome: ``Estamos medio fundidos, no tenemos un cobre partido por la mitad.'' Qué auténtica me pareció entonces esa frase de Oscar Wilde: ``Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres: son los ricos.'' Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta de Querandí -el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con Gombrowicz-, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar, tanta era mi vergüenza.
Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la publicación en Sur, y fue inmediatamente agotada. Al año siguiente, recibí la noticia de su edición francesa, gracias a la generosa iniciativa de Camus.
Le agradezco su carta y su novela.
Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la
intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que
El túnel encuentre en Francia el éxito que merece. Hubiera
deseado poder decirle todo esto de viva voz, pero la prohibición de
una de mis piezas en Buenos Aires me impide dar allí las conferencias
previstas. Si, no obstante, llegara a ir a Brasil, trataría de
acercarme a título personal a Buenos Aires y me alegraría entonces
conocerlo. De aquí a entonces, cuenteÊcon toda mi simpatía
fraternal.
Cuánto le debo a aquel escritor genial, con quien compartiría luego inquietudes metafísicas y éticas. En muchas oportunidades se ha hablado de su nihilismo; en todo caso, fue esa clase de nihilista cuya blasfemia es una manera de creer en Dios. Vivía un idealismo desesperado, fue un hombre lleno de amor y de pasión.
Cuando años después comenté la historia en un periódico, Victoria me llamó hecha una furia para recriminarme el oprobioso recuerdo, ya que el libro había sido recibidoÊentusiastamente por uno de los máximos escritores de Francia. Pero, ``c'est la vie'', como ella hubiera dicho. He hablado acerca de lo importante que ha sido su aporte a nuestra cultura; pero el mutuo y sincero aprecio que nos teníamos, no me dispensaba del inconveniente de no ser francés.
Nunca me he considerado un escritor profesional, de los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito durante la mañana. Y así, cuentos, ensayos y obras para teatro los he visto consumirse en el fuego, al que también estaba destinado Sobre héroes y tumbas; tantas han sido siempre mis dudas. Por mi propensión a las llamas, hubo veces en las que me arrepentí; obras que hoy recuerdo con nostalgia, como El hombre de los pájaros y la novela que escribí durante mi periodo surrealista, La fuente muda, título que tomé de un verso de Antonio Machado, y de la que sobreviven pocos capítulos y algunas ideas. Quienes conocen mis reticencias y contradicciones, saben lo difícil que es soportarme en cualquier empresa. Así lo sufrieron todos los que, desde distintas partes del mundo, me han solicitado autorización para trabajar en mis novelas, para realizar películas o adaptaciones de teatro, desde grandes realizadores hasta compañías independientes. Piazzola quiso hacer una ópera sobre una adaptación de mi novela Sobre héroes y tumbas, proyecto del que, a causa de mis cavilaciones, sólo llegó a realizar una hermosa introducción.
Lamentablemente, en estos tiempos en que se ha perdido el valor de la palabra, también el arte se ha prostituido, y la escritura se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda. Como he dicho en El escritor y sus fantasmas: ``Quedan los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad. Son los testigos, los mártires de una época.'' Están destinados a una misión superior, no pertenecen a ninguna capilla literaria o cenáculo y, por eso, no tienen como fin tranquilizar a individuos encerrados en una sacristía, sino el de derribar todas las conveniencias, devolviéndonos el sentido de nuestra trágica condición humana. En esta vocación, muchos han sido empujados a la locura, a las drogas, o a tantas otras formas del suicidio. Recuerdo cuando el doctor Cárcamo me decía que debía empezar urgentemente una terapia psicoanalítica, porque estaba al borde de la locura. Seguramente se preocupaba de verdad, porque era un buen hombre, pero yo le respondí que sólo me salvaría el arte.
Nunca sabremos la angustia con que Beethoven compuso su última y maravillosa sinfonía, o los momentos de soledad en que crearon sus obras los grandes compositores. Por eso, si el fracaso es triste, el fracaso en el arte es siempre trágico.
Emocionalmente he estado en varias ocasiones en la tumba de Van Gogh, aquel desdichado que nunca pudo vender un cuadro, y de quien ahora se disputan sus obras en millones de dólares, para ser exhibidas en un supermercado. Pobre Vincent; habitado por Dios y por el Demonio, humilde y bondadoso, que iba a predicar el Evangelio a los mineros y que a la vez violentamente atacaba a Gauguin; que recogía a pobres prostitutas de la calle, como aquella con un chiquito, para ser su modelo, y terminaba llevándola a vivir con él, probablemente porque la comprendía, ya que los dos sufrían el mismo desamparo. Como señala Artaud, otro poseído a quien siempre admiré, Van Gogh murió suicidado por una sociedad que no podía seguir soportando sus terribles revelaciones. Cómo dudar que Artaud estaba hablando también de sí mismo; en una carta a su médico, luego de terribles electrochoques, declaró sentirse ``tratado como un alienado y maltratado a raíz de un gesto, de una actitud, de una manera de hablar y de pensar que fueron en la vida las de un hombre de teatro, del poeta y del escritor que yo era''. Finalmente murió como un perro; el jardinero lo encontró una mañana, sentado en su cama con un zapato en la mano. Jamás sabremos hacia donde se dirigía aquel día de su última soledad.
Por eso, la raza de artistas a la que siempre he admirado es aquella a la que pertenecen estos hombres.
Quienes han unido a su actitud combatiente una grave preocupación espiritual; y en la búsqueda desesperada del sentido, han creado obras cuya desnudez y desgarro es lo que siempre imaginé como única expresión para la verdad.
En la plaza, frente a la estación, me quedé mirando a un chico. Y una vez más me admiré de cómo en la infancia el tiempo va despacio, como si estuviera quieto. Es un infinito que se extiende entre la Fiesta de Reyes que ha pasado y la que vendrá, y los cumpleaños de los chicos suceden después de tantos hechos, o sueños, que el próximo aparece tan distante para ellos, como la ancianidad.
Este remanso hace de la niñez el periodo más fértil y más vulnerable, los chicos comparten la serenidad de los árboles y el germinar de la tierra. Viven un tiempo que no se acaba: ¿cuánto falta para que llegue la Navidad?, ¿cuánto falta para mi cumpleaños? Para ellos el pasado no existe y el futuro es invisible. Y entonces, cada día es eterno. Muchas veces me he detenido, solo en mi estudio, o con amigos, a cavilar sobre este tema, sobre la diferencia entre el tiempo existencial y el tiempo cronológico: éste es igual para todos; aquél, lo más personal de cada hombre.
Así como despaciosas son las horas de la infancia, cuando uno se va haciendo viejo, las horas se achican, como un astro que girara cada vez en órbitas más pequeñas, y a mayor velocidad, de modo que los regalos de cumpleaños no se han llegado a gozar cuando ya viene, emboscado, un nuevo aniversario.
Con los años, el pasado va aumentando de peso, y la gravedad de la existencia parece desfondarse hacia ese costado. Cuando uno ya ha abandonado la energía de los trabajos, el ardor de la pasión, la ilusión de otros proyectos, con frecuencia, queda habitando el presente, distraídamente, como un juego al que ya no se le prestara atención, porque el yo más profundo ha quedado anclado en esos momentos cuando la vida resplandecía.
Pero ¡cuántas veces he sentido la vida renovada como la de un águila!, ¡cuántas veces la creación me había entregado un fulgor de eternidad!
He vuelto a leer a San Agustín, y he recordado aproximaciones y diferencias. l plantea, creo que por primera vez en la historia de la filosofía de Occidente, esta idea existencial del tiempo que tanto me había entusiasmado; en cambio, entonces, yo ni me había detenido en su valoración de la eternidad.
En la eternidad nada pasa, sino todo está presente, el pasado viene empujando por un futuro, y el futuro viene en pos de un pasado, ¿quién detendrá el corazón del hombre para ver que se pare y vea, cómo estando la eternidad inmóvil, gobierna los tiempos futuros y pasados, la eternidad ni futura ni pasada?
Antes, en aquellas épocas, una ansiedad creadora me lanzaba siempre más allá, el ser y el tiempo me parecían inseparables, y yo avanzaba hacia el futuro como hacia mi destino. Después, el tiempo fue acelerándose, y yo sentí que debía resignarme y abandonar tantos proyectos.
Cuando murió mi hijo Jorge Federico, la concepción que entonces tenía del tiempo resultó inválida. Ya no fue vertiginoso su pasar, ni agobiante su pasado, todo quedó suspendido en un vacío desgarrador.
En mi imposibilidad de revivir a Jorge, busqué en las religiones, en la parapsicología, en las habladurías esotéricas, pero no buscaba a Dios como una afirmación o una negación, sino como a una persona que me salvara, que me llevara de la mano como a un niño que sufre. Lo que antes había leído con juicio crítico, ahora lo absorbía como un sediento.
Volví a Jaspers. A las pocas páginas di con una cita de Epicteto: ``El origen de la filosofía es percatarse de la propia debilidad e impotencia.''
¡Cuántas veces, hundido en negras depresiones, en la más desesperada angustia, el acto creativo había sido mi salvación y mi baluarte! Creía entonces en Pavese cuando dijo que al sufrir aprendemos una alquimia que transfigura en oro al barro, la desdicha en privilegio. Pero la ausencia de Jorge es irreparable. Supe que ninguna obra nacida de mis manos me podía aliviar; y me pareció hasta mezquino que intentara distraerme, o aun pintar o escribir algo.
Temblando recordé uno de esos graves presagios que he tenido en la vida. Varios años antes de su muerte, yo me había propuesto escribir una historia sobre un hombre mayor, un artesano de pueblo, uno de esos hombres que son puro corazón y creyentes de la vida. Iba a tener como único familiar a una nieta a quien amaba y a quien le contaba hermosas leyendas. Mi intención era ponerlo en una situación límite: si perdía a su chiquita, por su gran bondad ¿seguiría creyendo en la vida? Yo no sabía cuál iba a ser la reacción de ese abuelo, esperaba que la intuición me guiara. Pero estaba tan inmerso en la pintura que no llegué a escribirlo.
Ahora siento a pleno el límite de la vida y el dolor ha detenido el tiempo en un ardor eterno.
Sé que Jaspers dice que ``hay en las situaciones límite un impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser'', y también ``que la forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre''.
No sé. Sí puedo decir que el tiempo de mi vida se quebró, que después de la muerte de Jorge ya no soy el mismo, me he convertido en un ser extremadamente necesitado,Êque no para de buscar un indicio que muestre esa eternidad donde recuperar su abrazo.
*Antes del fin, de editorial Planeta, se
encontrará en librerias a fines de enero..