Margo Glantz
Los adoquines de Saint Michel

En memoria de Grotowski

Viví varios años en París, el boulevard Saint Michel estaba adoquinado y durante algunos meses me alojé en un hotel pequeñito del barrio latino situado, creo, en la calle de Monsieur le Prince, en el año memorable de 1953, cuyo invierno fue muy crudo. Recuerdo en particular una tarde en que Ricardo Guerra, Lilia Carrillo, Paco López Cámara y yo estábamos frente al Arco del Triunfo a la intemperie, sin saber qué íbamos a hacer y con la cara amoratada por el frío; también recuerdo una mañana en que decidimos ir al Louvre y tomamos el autobús equivocado y al advertirlo decidimos que simplemente podíamos caminar hasta allí, pero al cabo de unas dos cuadras entramos precipitadamente en un bistrot, semejante peligrosamente a los de cualquier película francesa de esos tiempos, con el deseo de tomarnos un vino caliente, cosa que yo hice sentada sobre el calefactor. Los cuartos del hotel eran pequeños y sólo tenían un lavabo y un bidet y en cada piso, en un recodo, un excusado cuyo uso hacía perfecto juego con su nombre.

Luego nos mudamos a un hotelito del Parc Montsouris y por fin a la Casa de México de la Ciudad Universitaria, donde vivimos los cuatro años siguientes en una de las cuatro recámaras destinadas a los estudiantes que cometían el error de llegar en pareja. La casa de México estaba recién estrenada y aunque era un edificio anodino en su funcionalidad, la considerábamos una maravilla y cuando por casualidad estábamos prósperos íbamos a comer con Enrique González Pedrero y Julieta Campos a un restorancito cuyo máximo atractivo era el postre, siempre un Mont Blanc, puré de castañas con crema. Por lo general, comíamos en la Ciudad Universitaria en un enorme restorán de aspecto carcelario con largas mesas en las que depositábamos nuestras charolas repletas de comida muchas veces nauseabunda y todos los viernes, día en que se servía obligatoriamente pescado, el olor era tan fuerte que se reconocía a diez cuadras de distancia.

A la entrada del restorán había un letrero que ordenaba quitarse el sombrero antes de entrar, orden lógica si se tiene en cuenta que casi siempre era invierno (o por lo menos así me lo parecía entonces) y todos íbamos enfundados en ropas de lana con la cabeza cubierta. Si uno se olvidaba de obedecer todos los estudiantes golpeaban con sus cuchillos las escudillas que contenían un roast beef sanguinolento y unos ejotes grasosos. Pero no hay que exagerar, porque me estoy acercando peligrosamente a Oliver Twist o a Nicholas Nichelby de Dickens y ni éramos huérfanos ni se nos perseguía sádicamente como en las novelas de folletín y podíamos recurrir a otros restoranes universitarios, el de la Francia ultramarina o el Mabillon que aún existen (con mucho mejor comida), porque hay que tener en cuenta que llegamos a Francia no mucho tiempo después de la guerra y los franceses eran pobres. A mitad de nuestra estadía, es decir, en 1955, conseguimos un carnet para el restorán de las estudiantes universitarias situado frente al parque de Luxemburgo donde se comía mucho mejor y mi marido se creía Casanova, porque siempre estaba rodeado de seis o siete muchachas de buen ver y de distintas nacionalidades (me parece que prefería a las alemanas y a las suecas); yo me sentía como miembro de un ménage a sept y él se comportaba como si estuviera en un harén.

Me gustaba tomar el Metro desde la Ciudad Universitaria, cambiar en Denfert Rochereau, bajarme en el Luxemburgo, abordar luego el autobús 22 -que me dejaba en el Palais Royal- y caminar por la rue Richelieu rumbo a la Biblioteca Nacional a cuya puerta hacía cola detrás de algunos príncipes rusos, hecho extraordinario cuya excelsa significación solía recalcarme el portero que vigilaba la democrática distribución de los lugares. Ya dentro, pedía los libros que necesitaba para continuar mi tesis sobre los viajeros franceses que habían venido a México entre 1847 y 1867, dentro de otro tema más amplio, el del exotismo francés. Mientras me llegaban los volúmenes, tomaba yo de los estantes las comedias de los dramaturgos de los siglos de oro, porque yo hubiese querido investigar el tema del indiano en América a partir de las comedias de Lope de Vega, temática que según Marcel Bataillon ya estaba perfectamente estudiada y con la solemnidad y finura que le era habitual, me mostraba textos sobre ese tema de cuyo nombre no me acuerdo.

La biblioteca cerraba a las seis en punto y yo regresaba a pie al Palais Royal y me detenía con fruición en una quesería situada al final de la calle Richelieu, pocos metros antes de llegar a la Comédie Franaise, y en dicho establecimiento podía admirarse en la vitrina una diversidad magnífica de quesos que yo miraba con la misma desesperación que los personajes indigentes de Los misterios de París. Si hacía buen tiempo caminaba hasta el boulevard Saint Michel.

Cuando en 1958 emprendimos el regreso a México, lloré desconsolada pensando que nunca más volvería a ver esas memorables calles adoquinadas. Premonición cumplida: en mayo del 68 los estudiantes, imitando a los obreros de tiempos de la comuna, usaron los adoquines como proyectiles, luego remplazados por asfalto. Volví a París en 1981 y pude comprobar lo que alguna vez dijera Proust: ``Parce que les rues et les avenues sont passagres, hélas, comme les annécs'' (Porque las calles y las avenidas son tan mudables como los años).