Creyentes y no creyentes percibimos la enorme importancia de la visita del jefe del Vaticano; unos porque admiten que el Papa es el sucesor de Pedro, que puede abrir o cerrar las puertas del Cielo con las llaves que Cristo entregó a su célebre Apóstol; y los otros, los no creyentes, no somos torpes o insensatos para negar el peso que podría tener el obispo de Roma en el arreglo de algunos problemas sociales que nos perturban.
Esto explica que la sociedad civil haya decidido informarlo sobre las no pocas crueldades que diversas autoridades toleran o ponen en práctica contra quienes protestan por la violación de sus derechos humanos y patrimoniales. Admitimos los no creyentes la posibilidad de una inclinación papal en favor de los necesitados, abandonados y desvalidos, y que tal inclinación quizá conmueva la conciencia gubernamental en el sentido de identificar sus actos con la moral. No desconocemos por supuesto que esa esperanza sea sólo una esperanza desesperada, aunque sabemos que su aliento sea capaz de reformar pecadores.
Estas reflexiones que la visita papal anima en quienes no somos sus súbditos, traen a cuento las lecturas del Evangelio que José Saramago redactó en nombre de Jesús el Nazareno.
Obvio es que el mensaje del excelso hijo de Portugal --recuérdese que ``evangelio'' deriva de la raíz angelos (mensajero)-- no es en verdad evangelio del hijo de José y María, sino del enorme talento del grandioso admirador de la poesía del genial Fernando Pessoa y de su otro yo; el no menos genial Ricardo Reis, con quien Saramago espiritualmente recorrió la bella Lisboa bañada desde siempre por las aguas del Tajo y ornada nada menos que con la histórica y marmórea Plaza del Comercio.
Cierto que en el Evangelio de Saramago no hay una relación explícita del amaos los unos a los otros como nueva moral ante el ojo por ojo y diente por diente de la antigüedad, pero en cambio se hacen innovadores y geniales agregados a los textos de Lucas, Mateo, Marcos y Juan; como el sin duda amargo encuentro de Jesucristo con Dios en compañía del Diablo. Horrorizado el Maligno con las sangrientas hecatombes que anticipa Dios al hablar de las luchas religiosas que se desatarían en el mundo luego de la Crucifixión, horrorizado, repetimos, propone al Supremo otorgue el perdón a su soberbia original, volviéndolo a la condición del buen ángel de la luz, a fin de evitar, eliminando la maldad, las angustiosas perversidades que hieren a una humanidad ajena en verdad a las manchas metafísicas que se le atribuyen. De esta manera se lograría, concluye Lucifer, el triunfo absoluto de la pureza; y ante esa posibilidad de restablecimiento del paraíso, Saramago deja constancia del inmediato rechazo por Dios a la petición diabólica, pues concederla supondría la desaparición tanto de Satanás como de la Divinidad misma, puesto que no existe bien sin mal, ni mal sin bien; sin pecado carece de sentido el perdón.
Con atención, Cristo no dejó escapar palabra en ese intercambio de ideas y muy a su pesar, en la intimidad de su conciencia exclamó para sí mismo: como no sabe lo que hace hay que perdonarlo, y en seguida, resignado, salió del escenario teológico para cumplir el trágico destino que le asigno el Padre, no sin entristecerse tanto como el Diablo al imaginar las tormentas de muerte y desesperación que padecerían los hombres a causa de las disputas de la fe. ¡Eli, Eli! ¿Por qué has abandonado a tus hijos?
Ahora que Juan Pablo II respira con nosotros la venenosa atmósfera de la capital, y ahora que se adentra en el conocimiento de las crecientes miserias materiales del pueblo, de las congojas de indios y no indios, de los inocentes muertos de Acteal y los encarcelamientos de Cerro Hueco, de los asesinados en Aguas Blancas y de las innumerables víctimas anónimas de violencias, abusos y corrupción, ¿ante tanta injusticia, se atreverá el Santo Padre en su papel de representante del Cielo a rogar el perdón del Angel caído, para borrar el mal que corroe las almas mexicanas de hoy y del futuro, a fin de que puedan gozar juntas para siempre de libertad, equidad y paz en sus hogares?, ¿se atrevería a hacerlo a pesar de saber que la satisfacción a su pedido extinguiría de inmediato al Vaticano y sus solemnes, seculares y sugestivas connotaciones religiosas? Yo, simple pecador a los ojos de la fe, no me atrevo a pronunciar el Amen (así sea) final en este recuerdo del Evangelio según Jesucristo, perdón, según Saramago.