PRESENCIA DE JUAN PABLO II
La cuarta visita del papa Juan Pablo II a nuestro país ha generado, tanto o más que sus viajes anteriores, una impresionante movilización fervorosa que es, en sí misma, el dato más importante de estos días. Ha de constatarse que el lema "México siempre fiel" dista de ser un mero formulismo eclesiástico; expresa, en cambio, la vigencia, el arraigo y la extensión de la religiosidad católica en la mayoría de la población.
En la ocasión presente, las manifestaciones de esta religiosidad han ido acompañadas y han sido promovidas por un despliegue mediático y publicitario que ya se había visto asociado a la promoción de eventos deportivos y de espectáculos, pero que no tiene precedentes en su aplicación a asuntos espirituales y que ha suscitado numerosas reacciones críticas incluso entre los creyentes católicos. De esta manera se confirma, en el escenario nacional, la fuerza de una tendencia mundial que convierte prácticas y rituales religiosos en espectáculos de masas y que establece una inquietante relación directa entre el ámbito de la fe y el de los réditos, los ratings y la mercadotecnia.
La gran importancia que todos los sectores de la sociedad mexicana le conceden a la figura del Papa --la cual suscita en el país una simpatía prácticamente unánime--es correspondida por la atención especial que el pontificado de Karol Wojtyla ha prestado a Latinoamérica y, particularmente, a México, único país del hemisferio que ha recibido cuatro visitas del Pontífice. Al margen de afectos e inclinaciones personales, el interés del Vaticano y de su máxima autoridad por estas tierras tiene razones de peso en lo que podría denominarse la visión geoestratégica del papado: la pérdida de trascendencia de las actividades religiosas y el notorio incremento de la edad promedio en las feligresías de Europa occidental colocan a América Latina como la principal reserva del catolicismo en el mundo; al mismo tiempo, la región es escenario de una vasta disputa por las creencias entre Roma y una pluralidad de otros cultos cristianos. En el caso particular de nuestro país, importante centro mundial del culto mariano y punto de vinculación con el catolicismo estadunidense, es posible que Juan Pablo II perciba, en la historia de las relaciones Iglesia-Estado durante el presente siglo, algunos paralelismos con su natal Polonia.
En otro sentido, la presencia y la proyección de Wojtyla en nuestro país arroja un saldo social contrastado. Es positivo, por una parte, en el terreno de la promoción y defensa de los derechos humanos, especialmente los de los grupos indígenas y de los estratos más depauperados de la población no indígena. Es negativo, en cambio, por lo que hace a las políticas de salud pública, promoción social de las mujeres e integración de las minorías sexuales, habida cuenta de las posturas funda- mentalistas e irracionales del Vaticano en estos tópicos.
En los días próximos las declaraciones pontificias darán, de seguro, materia para nuevas reflexiones.