Carlos Martínez García
La religión como show

Devociones auténticas y religiosidad popular aparte, la cuarta visita de Juan Pablo II a nuestro país es la muestra más acabada de cómo la mercadotecnia ha terminado por apropiarse de los espacios que antes parecían cerrados a la lógica de la oferta y la demanda. Por otra parte, quiero subrayar la institución que encabeza Karol Wojtyla no es una víctima de los mercaderes sino un actor que participa conscientemente de la cultura de los mass media y sus patrocinadores.

En el intrincado campo religioso mundial contemporáneo, el obispo de Roma es el principal telepredicador. Ha superado con mucho a los TV evangelistas estadounidenses (Billy Graham, Jimmy Swaggart, Pat Robertson, Jerry Falwell y Jim Bakker, entre otros), quienes fueron pioneros en eso de utilizar radio y televisión para difundir sus mensajes religiosos. Ninguno de los citados alcanzó a convencer a importantes y poderosas empresas para que patrocinaran alguno de sus multitudinarios actos proselitistas.

Los críticos de la llamada Iglesia electrónica (por ejemplo Alfredo Silletta, Multinacionales: religión, sectas e iglesia electrónica de la fe), que señalaban el histrionismo bien estudiado de los electronic preachers y sus técnicas de venta, tienen mucho campo para investigar los financiamientos y beneficios económicos de lo que podríamos denominar la empresa vaticana.

Los que señalan los excesos comercialistas de los patrocinadores oficiales de la visita papal olvidan que si éstos lo hacen es porque alguien les dio la franquicia. Simplemente están explotando los términos del convenio a que llegaron con la Comisión Organizadora de la cuarta estancia de Juan Pablo II en la nación mexicana. Unos y otros son socios, que llegaron a un arreglo en el que cada uno ve por su propio beneficio.

Organismos católicos considerados progresistas, que se destacan en su defensa de los derechos humanos, como el Centro Miguel Agustín Pro, están en lo cierto cuando señalan el ``burdo despliegue propagandístico'' realizado en torno a la visita a México del Papa y dice que es ``similar al que se ha empleado para dar a conocer a futbolistas y cantantes de rock... se ha convertido en un despliegue grosero'' de propaganda que no menciona el motivo más importante de la presencia de Juan Pablo II en estas tierras, y en cambio ``se conforma con destacar espacios superficiales del acontecimiento relacionados con prácticas religiosas que muy poco tienen que ver con la fe cristiana'' (nota de José Antonio Román, Bertha Teresa Ramírez, Triunfo Elizalde y Susana González, La Jornada, 21/1).

Esta es una parte de la verdad, la otra es que los encargados de aprobar desde Roma la forma de financiar la gira del jerarca católico dieron su visto bueno y sus voceros aquí se han dedicado a defender la unión entre la difusión de la fe católica y el patrocinio comercial de conocidas transnacionales.

Una de las máximas de Jesús Reyes Heroles que más ha trascendido es la de que ``en política la forma es fondo''. Me parece que en términos de difusión de los credos religiosos podemos decir lo mismo, también la forma es fondo. El mensaje no puede desvincularse de la manera y la tribuna desde donde se disemina. Cada medio tiene una lógica que permite la preeminencia de lo que se expone o el dominio del espectáculo sobre la palabra y las ideas. El mejor analista de este fenómeno en la sociedad globalizada es Giovanni Sartori, en su muy celebrado pero poco leído Homo Videns. Con el fin de hacer atractivo a los radioescuchas, televidentes o internautas determinado mensaje, los emisores lo reducen, simplifican y llenan de todo tipo de imágenes, consignas que facilitan su aprehensión en detrimento de una internalización más profunda. Un mensaje transmitido así se diluye al poco tiempo, y hace escasa mella en la conciencia cotidiana de las personas a quienes pretende convencer de que tengan un comportamiento ético determinado.

Esto es verdad, de manera más nítida, cuando lo diseminado en los mass media es un mensaje religioso. Los consumidores del mismo se emocionan en grado sumo, pero esa emoción raramente se transforma en compromiso con las enseñanzas morales del emisor. Es decir, los asistentes al show religioso lo disfrutan, salen reconfortados y con euforia que se contagia. Pero esta cultura del éxtasis falla en hacer de sus participantes actores comprometidos de lo que Juan Pablo II llama la inculturación del Evangelio en la vida de todos los días.

Llama la atención que el discurso del Papa, contra la modernidad y el hedonismo posmoderno, lo haga desde uno de los productos característicos de la cultura que critica: los mass media, que terminan por constreñir a su lógica banalizadora hasta a lo que muchos consideran mensajes sagrados. Y lo hace con el patrocinio de marcas cuyo auge ha sido mayor en el neoliberalismo.