Aquí empieza el tour de la mala leche, tres puntos de la ciudad de México, norte, centro y sur, en los que pueden encontrarse situaciones que han excedido sus límites. Para empezar se puede visitar a ese individuo que trabaja vestido con un atuendo que él considera prehispánico: taparrabos, penacho, maracas, huaraches y una buena cantidad de tepalcates amarrados a los tobillos, que cumplen la función de dar sonido rítmico a esa danza que este hombre prehispánico ejecuta en un semáforo de la avenida Palmas, dentro de la zona más poshispánica que tiene esta urbe. Al final de esa danza de altísimo contraste, que dura lo que el semáforo en rojo, algunos conductores, de ésos que conforman su público natural, deben sentir la tentación, para hacer más alto aún ese contraste, de recompensar su esfuerzo con un dólar o con un euro.
Más hacia el centro de la ciudad, una vez que se ha visto al hombre que danza en el norte, puede visitarse la colonia Condesa, ese territorio donde cualquier casa con garaje esta irremediablemente condenada a convertirse en restaurante de moda. Curiosamente este lugar que debiera ser, por su abundancia restaurantera, el jardín de las delicias culinarias, cuenta con un número sorprendente de sitios en donde se come mal, quizá porque el dueño de eso que antes era un garaje, se lanza a preparar delicias japonesas con el mismo espíritu que unos meses atrás le servía para limpiarle los platinos a su coche.
En la colonia Condesa se ha cambiado el orden de las cosas: no se inaugura un restaurante porque se sepa cocinar muy bien, sino porque se tiene un garaje disponible. Pero el asunto principal, si se descuenta esa arrachera que ha sido cocinada en el lugar que antes ocupaba el radiador del coche y que misteriosamente conserva un saborcillo a radiador de automóvil, es el personal que atiende estos negocios. El exceso de restaurantes en esta zona rebasó, desde hace tiempo, el número existente de meseros; el remedio fue simple y efectivo, se echó mano de cualquier adolescente o adulto, hombre o mujer, que tuviera ganas de ser mesero. Esta medida, celebrable nada más por que genera empleos, vino a desequilibrar la relación comensal-mesero.
Como la zona se distingue más por la cantidad que por la calidad de sus restaurantes, la competencia no puede estar cifrada en la calidad de los platillos sino en la calidad del servicio y no se sabe en realidad porque razón la idea de buen servicio es un mesero que no deja al comensal comer en paz, ni conversar ni contemplar por estarle dando con tanto empeño un buen servicio.
A medio tour, en esta zona que es aproximadamente la mitad de la ciudad, conviene efectuar el siguiente experimento: pídase algo de comer en cualquier restaurante de la Condesa y acompáñese con una botella de vino (chileno para no arruinar su economía, o nacional si no le importa arruinar su sistema digestivo). El mesero vendrá a su mesa, destapará la botella y después de servirle una probada procederá a llenarle la copa. En el instante en que usted haya bebido tres cuartos de la copa, su mesero, visiblemente alterado, se precipitará a rellenársela, sin preguntarle si quiere más vino. El proceso se repetirá de manera irremediable hasta que la botella quede vacía. No valen las protestas, ni colocar la botella en un sitio inaccesible; de cualquier manera el cliente está condenado a emborracharse al ritmo del buen servicio del restaurante. Igual que el hombre prehispánico que danza en Palmas, aquí nos encontramos frente a una situación que ha excedido sus límites, se ha cambiado el tacto y la discreción, tan importantes en un mesero, por la velocidad.
Y el punto final de este tour de la mala leche, para mantener cierta coherencia cardinal, tendrá lugar en el sur, digamos en alguna de las esquinas aledañas a la plaza de Coyoacán, donde los organilleros ejecutan un oficio desasosegante. Pongamos que se trata de la esquina de Miguel Angel de Quevedo y avenida Universidad y que el organillero está situado debajo del semáforo. Dándole vueltas a la manivela de su instrumento produce una musiquilla que pueden escuchar exclusivamente los automóviles que están muy cerca de él y que no llevan ni la ventanilla subida ni el radio encendido.
Aquí viene lo desasosegante: a 25 o 50 metros, dependiendo de la cantidad de automóviles que esperen en el semáforo, anda el asistente del organillero, de ventanilla en ventanilla, pidiendo cooperación para ese espéctaculo que nadie puede ver ni oír.