La Jornada domingo 24 de enero de 1999

Arnaldo Córdova
El Vaticano en México

Hay algo que debería tomarse siempre en cuenta: el Vaticano, cuyo nombre oficial es Stato della Cittˆ del Vaticano y que, como tal, sólo es reconocido por la República italiana (los demás Estados lo reconocen sólo como sujeto de derecho internacional), con el papa Juan Pablo II ha acrecentado en los últimos 20 años su interés por México. No es gratuito. Con el Papa polaco, la Santa Sede ha cobrado conciencia de un hecho elemental: en América Latina y en Estados Unidos vive más de la mitad de los católicos que hay en el mundo. Y, lo más importante, el país clave en esta parte de América siempre ha sido México.

Esta cuarta visita de Juan Pablo II a México, es, en cierto sentido, paradigmática. El Papa no viene, en realidad, en visita oficial. Como se ha aclarado con toda oportunidad, el pontífice romano viene sólo a hacer entrega a la jerarquía católica de todo el continente, de un documento que recoge los frutos del sínodo celebrado en Roma hace más de un año. La elección de México, por el propio Juan Pablo II, para hacer entrega de ese documento, es a todas luces singular y podríamos decir que hasta emblemática.

Aparte todas las fruslerías en las que medio mundo se ha divertido sobre la ``comercialización'' de la venida del Papa y lo mucho que contraviene los principios del catolicismo y las mismas proclamas del pontífice, hay algo que tal vez no descubramos sino hasta después de que haya pasado un cierto tiempo y, desde luego, el Papa haya retornado a Roma. El Vaticano ha dado un significado muy especial a este viaje de Juan Pablo II a México y está todo en relación con el papel que México está jugando y va a seguir jugando en América Latina y en el mundo.

México es un laboratorio privilegiado de la política en el mundo globalizante. Mucho más que el mayor país católico del mundo, Brasil, y por obvias razones. En primer lugar, México es el país que más está contribuyendo al aumento y al fortalecimiento de la Iglesia católica en Estados Unidos, la única superpotencia que queda, y en ese país conserva y dilata un profundo sentido de la religiosidad que es innata en nuestro pueblo.

Desde el punto de vista político, México sirve de mira a los demás países latinoamericanos, incluido Brasil, por los problemas que tiene que enfrentar, desde los de tipo racial hasta los que tienen que ver con el narcotráfico.

Nada es gratuito ni, mucho menos, fortuito en la política internacional. México está desde hace años en el ojo del Vaticano. Ningún país, como el nuestro, ofrece las condiciones paradigmáticas para una ofensiva en defensa del catolicismo, tal y como lo entiende Juan Pablo II. Tenemos todos los problemas a los que se enfrenta la Iglesia católica: una creciente profanación de las actitudes religiosas, acompañada de un acendrado sentido de la fe; un papel singular en los procesos de globalización que son exactamente los mismos de la Iglesia universal, y hasta problemas particulares que dan escenario y posibilidades de acción al catolicismo ecuménico.

Claro que Juan Pablo II está en México para discutir el conflicto de Chiapas con nuestro gobierno, por si a alguno le cupieran dudas. Todos los prelados latinoamericanos que están aquí han venido para aprender de ese conflicto, a la vez absurdo y natural, porque el catolicismo, por todas partes, está ante amenazas que están cuajadas en Chiapas. No creo que el Papa venga a aportar nada para solucionar ese gravísimo problema. No es su intención. Pero no podría, de ninguna manera, dejarlo de lado. Millones de mexicanos han dado la bienvenida al obispo de Roma y millones lo están siguiendo en su peregrinar por México. De eso se trataba y sus secuelas en la mercadotecnia eran inevitables y, además, muy rentables para todos.

Juan Pablo II, como en ocasiones anteriores, viene a hacer política en México. No es un viaje pastoral y ni siquiera doctrinario. Ha venido, por decirlo así, a hacerse presente de nuevo en el mundo, en un escenario perfectamente calculado para que su mensaje se haga de nueva cuenta universal. Hoy el Papa, por lo demás, ya no es más el cruzado por antonomasia del anticomunismo irredento, sino, en todos sus términos, el auténtico obispo de Roma que está en lucha por su Iglesia. Sólo México le podía dar ese escenario. Los mexicanos, como se ha podido ver, están felices con la llegada del pontífice. Y esto ha hecho que, más que su sentimiento religioso, se desborde su pasión por el espectáculo y también su deseo de ser escuchados y atendidos en los problemas que forman su via crucis. Eso, indudablemente, lo sabe el Papa.