MAR DE HISTORIAS

El día del milagro

Ť Cristina Pacheco Ť

 

Por el rumbo todos conocen a Felipa. Las vecinas que la han visto crecer agobiada por la joroba que curva su espalda también conocen su habilidad para inventar historias. Al principio la tildaban de mentirosa, ahora comprenden que la joven no hubiera podido sobrevivir a su desdicha si no fuera por su destreza para darle otro giro a la realidad.

Cuando las mujeres acuden a los lavaderos se alegran de coincidir con Felipa. Ella, con sus relatos, les aligera el trabajo y a veces hasta consigue que lo posterguen. Por ejemplo esta mañana abandonaron las ropas ahogadas en agua jabonosa y concentraron su atención en Felipa.

Ella, a solicitud general, vuelve a referir la estrategia que desplegó para materializar su anhelo de acercarse al Papa:

"Durante más de quince días estuve pidiéndole permiso al dueño de la fonda para faltar este viernes. Primero me salió con que era imposible, pues los fines de semana hay más trabajo. Yo nomás me encomendé a Dios y seguí chingue y chingue a don Cuco. Al fin lo convencí, a cambio de trabajarle dos domingos seguidos".

En medio de las expresiones reprobatorias sobresale el comentario de Zoraida: "Pinche don Cuco, es bien abusivo. Por eso me salí de trabajar con él". "Deja que Feli siga contándonos", urge doña María, la portera experta en yerbas medicinales, sahumerios, partos difíciles y curaciones milagrosas.

Contenta de saberse el centro de atención, Felipa sonríe mientras observa los capullos de espuma que se desvanecen sobre el granito de los lavaderos. Su gesto sereno se altera cuando Zoraida interviene otra vez y le pregunta si su hermano Mauricio está enterado de la aventura.

"No le dije ni media palabra, porque él es muy descreído y aparte no le gusta que falte al trabajo. Dice que si ahorita pierdo mi chamba él tendrá que volver a las andadas, y eso ni Dios lo quiera". Felipa sigue hablando sin percibir las miradas burlonas que intercambian sus vecinas: "Toda la noche del jueves no dormí, de la emoción y el susto. El viernes me levanté bien temprano y nada más le dije a Mauricio: ahí te dejo tu café, vuelvo a las cinco como siempre. El ni me peló. Aproveché para salirme corriendo, pero en vez de agarrar para Azcapotzalco me fui para Pino Suárez", concluye Felipa, triunfal y maliciosa.

Contagiadas de su estado de ánimo, las mujeres ríen felices de que su vecina haya logrado burlar la vigilancia a que la tiene sometida un hermano vago y explotador. Antes de seguir su relato, Felipa vuelve la vista en dirección a su vivienda. Suspira aliviada al ver que nadie ha abierto la puerta de lámina color ladrillo.

Doña María le pregunta a qué horas llegó a Pino Suárez. "A las siete de la mañana en punto. Ya para entonces había muchas personas, unas rezando, otras cantando o nada más así. En seguida pensé que con lo chaparra que soy el Santo Padre jamás iba a mirarme, y menos podría entregarle la cartita que le escribí para que me ayude e ilumine al Mauricio". La mención de ese nombre impone silencio a las mujeres que, temerosas, se vuelven hacia la puerta de lámina. Aún está cerrada y protege el descanso extemporáneo del hermano.

 

II

 

Hace dos años Mauricio salió de "Reino Aventura", como llama al Reclusorio Norte, "porque allí hay toda clase de diversiones para todos". Desde entonces no ha podido conseguir trabajo. A lo más que ha llegado es a vencer la tentación de sumarse otra vez a la pandilla que lo incita a realizar hurtos rápidos y asaltos provechosos. El miedo de volver al presidio, las súplicas de Felipa, el dinero que ella ahorra para cumplir las esperanzas de su hermano y un creciente gusto por el continuo descanso, mantienen al joven en una especie de hibernación. Sale de ella nada más para tomar sus alimentos, encender la tele o pedirle cuentas a su hermana. Dividida entre el cariño y el miedo, Felipa deja que las cosas sigan así.

Todo eso lo escribió Feli en el papel que arrojó al paso de Su Santidad. Por lo que ha venido sucediéndole a partir de la tarde del viernes no sólo está segura de que el Papa leyó los renglones escritos a escondidas, sino que intercedió por ella y Dios ha comenzado a obrar milagros en su favor.

El primero ocurrió por la noche del mismo día. Regresó a su casa y, contra sus temores, encontró dormido a Mauricio. Gracias al sueño no alcanzó a darse cuenta de que su hermana llegaba con horas de retraso. Felipa lleva escritas en la piel las consecuencias de tardanzas anteriores. Ya se disponía a soportarlas una vez más cuando oyó a Mauricio contestarle el saludo desde el más profundo sueño. Las vecinas de Felipa coinciden en que ese sí fue todo un milagro: conocen los niveles de violencia a que llega Mauricio cuando siente en peligro su poder y la tiranía que ejerce sobre su hermana.

Iluminada, Felipa confiesa que anoche mismo ocurrió otro milagro: a las nueve se presentó en la casa su primo Rodolfo. Vino a decirle a Mauricio que al fin había logrado ponerse en contacto con un pollero. Por mil dólares, Ruddy Gómez los llevará a Sacramento, California, a pesar de todos los muros y patrullas fronterizas.

Felipa contuvo su alegría cuando vio satisfecho el otro deseo expresado en la misiva al Papa: "Santísimo Padre, ayúdame. Hazme el milagro de que mi hermanito se vaya lejos, donde sea feliz y ya no viva con la tentación de volver a robar". Tuvo que fingirse ajena a la situación cuando oyó decir a Mauricio: "Por Dios santo que ya no esperaba lograr el contacto. Ya hasta me había hecho el ánimo de quedarme. Felipa, Ƒtú qué dices? ƑPodrás arreglártelas tú sola?" Ella se llevó las manos al pecho, fingió tristeza, soltó una lágrima y al final imploró: "Sí, pero prométeme que en cuanto puedas me llevarás contigo a California". Mauricio se concretó a levantar los hombros y se puso a hacer cuentas con su amigo.

Detenida en el umbral de una vida distinta, Felipa les comenta a sus vecinas que ese milagro acrecienta su deuda con el Papa. Las lágrimas humedecen sus ojos cuando doña María le pregunta cómo pudo hacerse visible para el Sumo Pontífice y entregarle su cartita. En la respuesta entrecortada y confusa, Zoraida malicia que tal vez hubo algo más que una experiencia espiritual e insiste: "No nos has dicho cómo lograste que te viera el Santo Padre".

Feli desvía la mirada y se apresura a responder: "Un señor me ayudó". Divertidas por lo que imaginan otra fantasía de su amiga, todas le piden revelar la identidad del benefactor. Apenas en ese momento Felipa se da cuenta de lo mucho que la impresionó el hombre, pero lo disimula mediante un relato muy breve: "Me dijo que se llamaba Ronaldo Arteaga. Cuando vimos llegar al Papa me preguntó si no deseaba subirme en el banquito que había llevado para descansar durante la espera. Acepté. Al despedirnos me pidió un teléfono al que pudiera llamarme".

Percibe la mirada suspicaz de sus vecinas; "no me creen", piensa, y sin decir nada más se inclina sobre el lavadero.

"Ya se nos hizo tarde", dice Zoraida. "Y todo por andar oyendo las historias de Feli...", añade doña María con fingido rencor.

Al cabo de unos minutos sólo se escucha el ruido provocado por los chorros de agua y el golpeteo de la ropa sobre los lavaderos de piedra. El ritmo de la actividad se altera cuando desde el zaguán resuena el grito de Chuy, la propietaria del salón de belleza: "Felipa, apúrate: te llaman por teléfono". La muchacha se yergue y queda inmóvil, fulminada por la sorpresa. Atónitas, sus vecinas la contemplan y guardan el silencio que se observa ante el milagro.