Masiosare, domingo 24 de enero de 1999
El presente ensayo es parte de una investigación de cinco años sobre los procesos de paz que han tenido lugar en América Latina. Las experiencias de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y, de forma reciente, Colombia permiten realizar comparaciones.
Quisiera señalar que no hay ningún modelo único para analizar tales procesos de paz, pero a la vez sería contraproducente afirmar que las experiencias en otras partes del continente no tienen ninguna relevancia para México.
Para fines de este ensayo, primero se presentará un conjunto de observaciones generales, después unos comentarios sobre el caso específico de México.
En primer lugar, hay una relación causal y de apoyo mutuo entre los procesos de paz y las transiciones democráticas. Un proceso previo de apertura democrática hace posible la negociación, y el proceso de paz promueve o adelanta esa transición. Las guerras insurgentes, entonces, pueden convertirse en fuerzas que impulsen la democratización. Ello ocurre cuando el Estado inicia una apertura democrática, a fin de dar respuesta política a la insurgencia, y cuando el esfuerzo para terminar con la guerra provee la oportunidad de renegociar aspectos importantes de los sistemas político y económico.
El segundo elemento es que las negociaciones sólo pueden avanzar y tener éxito cuando los líderes gubernamentales -los presidentes en particular- son vistos, tanto por la mayoría de la población políticamente activa como por los insurgentes, como legítimos. La legitimidad no depende de la popularidad ni de las políticas específicas adoptadas por un gobierno, sino de que los líderes sean debidamente electos y ejerzan la autoridad que les corresponde. En tanto, la legitimidad de las fuerzas guerrilleras debe ser tal que su presencia en la mesa de negociaciones esté ampliamente acordada. También es importante que lo acordado en la mesa satisfaga las demandas de sectores amplios de la población.
En tercer lugar, y esto es muy importante para el caso de México, es necesario que la agenda de reformas discutidas en la mesa no sólo sea producto de la correlación de fuerzas militares (o mejor dicho, no sea producto de la fuerza militar guerrillera), sino dependa de la voluntad política de las élites. Si bien es cierto que en El Salvador había un empate militar entre el gobierno salvadoreño y el FMLN, también lo es que en Guatemala se negociaron amplias reformas con un ejército guerrillero básicamente derrotado.
Tanto en El Salvador como en Guatemala las élites -particularmente las que controlan el gobierno civil, pero también las que lo hacen en las fuerzas armadas- usaron el proceso de negociación para tratar de modernizar instituciones claves del Estado. Visto desde esa óptica, un proceso de paz se convierte en un vehículo de enfrentamiento con problemas que no podían ser resueltos en el sistema político actual.
Como cuarto aspecto, hay que tener presente que la teoría de las resoluciones de conflictos ha mantenido durante mucho tiempo la idea de que el momento propicio para una negociación implica o depende de un empate mutuamente doloroso. Ello es definido como un veto mutuo en el cual una intensificación de la guerra no deja ninguna posibilidad de salida al conflicto.
El hecho de que el empate mutuamente doloroso es principalmente una condición objetiva, basada en la correlación de fuerzas militares está cambiado en los años noventa para dar prioridad a las percepciones de los actores y sus cálculos de intereses, cálculos de su futuro sin o con el conflicto militar. La perspectiva ``realista'' en las relaciones internacionales enfatiza la fuerza militar como la base del poder. Nuestra experiencia, de acuerdo con el análisis de otros procesos de paz en América Latina, nos lleva a afirmar que los cambios de percepciones en los intereses son los elementos más importantes para decidir si el proceso de negociación camina o no. O sea, un análisis de las ``condiciones objetivas'' sin considerar los elementos humanos de la percepción no sirve para explicar las posibilidades o no de un proceso de paz.
En quinto lugar, si los acuerdos de paz son nuevos pactos entre las élites, la incorporación de la sociedad civil -concebida de forma amplia- aumenta la representatividad de los acuerdos. También la presencia de otros actores crea un sentido de ``adueñamiento'' del proceso en la época de posguerra, entendida como un grupo de gente que tienen un interés activo en el éxito del proceso.
La incorporación de la sociedad civil en el proceso formal de las negociaciones, y en el seguimiento y verificación de los acuerdos, es aún más importante cuando los insurgentes no gozan de un apoyo político amplio o no representan directamente a grandes sectores de la población.
En sexto lugar, el papel de la comunidad internacional como mediadora y verificadora de los acuerdos fue clave en los procesos exitosos que tenemos como referencia. Es decir, cuando existen altos grados de desconfianza y odio, un actor neutral e imparcial puede ayudar a construir confianza y superar esos obstáculos.
Pero ver el papel de las fuerzas exteriores como un deus ex machina que salva a un país de sí mismo es también erróneo. El ingrediente más importante fue, y sigue siendo, la voluntad o el deseo de las partes de encontrar una salida negociada.
¿Qué quiere decir
todo esto para México?
Primero, que un proceso de paz es posible. No depende de un empate militar, ni mucho menos de un aumento de actividad militar por una o ambas partes.
Segundo, el crecimiento de actividad paramilitar representa una amenaza fuerte a las posibilidades de la paz futura. Aún más: si el paramilitarismo adquiere grados de autonomía o independencia, se convierte en otro factor que habría de tratar en el proceso, como está pasando ahora en Colombia.
Tercero, la crisis de confianza creada por la no instauración del acuerdo sobre identidad y derechos indígenas firmado en San Andrés Larráinzar en febrero de 1996 tiene que ser superada por medidas audaces del gobierno.
Cuarto, negociar con el EZLN lo que tiene que ver exclusivamente con Chiapas y descartar asuntos nacionales es una división falsa. Una negociación con los zapatistas sí puede ser el foro en el cual se debatan reformas amplias para todo el país, pero en ese caso la importancia de incluir elementos de la sociedad civil de manera directa es prioritaria.
Quinto, una negociación con los zapatistas puede ser usada por corrientes reformistas del gobierno para enfrentarse a los múltiples desafíos que enfrenta México a finales del siglo XX, aumentando la legitimidad del Estado para que los sistemas político y económico tengan bases más solidas.
Finalmente, la política de alianzas -no de fuerza militar-, como la que existió en Guatemala, sirve como precedente útil, tanto para el gobierno como para el EZLN, a fin de que las negociaciones de paz evolucionen de forma exitosa. b
*Cynthia Arnson es subdirectora del Programa para América Latina del Woodrow Wilson Center en Washington, DC, y editora de Comparative Peace Processes in Latin America (Wilson Center Press y Stanford University, 1999.) Esta ponencia fue presentada en el Seminario Internacional Procesos de Paz y Negociación en América Latina: el caso de Chiapas, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y el Woodrow Wilson Center.)