La Jornada Semanal, 24 de enero de 1999
Según Martin Amis, vivimos una época de amarillismo periodístico donde las celebridades son seguidas hasta el más recóndito excusado. En su biografía de Elvis, Albert Goldman hace una morbosa auditoría de las bolas de helado, los pañales y las dosis de laxante que el rubicundo rey del rock & roll se administraba en sus últimos años. Goldman se interesa en cualquier detalle que perjudique a su protagonista y resulta difícil confiar en sus datos. De cualquier forma, pocas vidas fueron tan tenebrosas como la del camionero de East Tupelo que, entre otras inocentes frases célebres cantó: "puedes hacer conmigo lo que quieras, menos pisar mis zapatos de gamuza azul".
La fama de Elvis Presley se ha conservado contra la estricta etiqueta de la cultura de masas; no fue héroe ni mártir, fracasó como muchacho modelo y fracasó como rebelde. ¿Cuál es la secreta sustancia de su posteridad?
En 1957, cuando firmó con RCA Victor, Elvis se convirtió en embajador plenipotenciario de un ritmo que no había podido salir del ghetto. Su voz y su carisma ofrecieron un salvoconducto para la música negra de las ciudades. Es cierto que "Elvis Pelvis" causó cierto escándalo con sus quiebres de cadera y su copete fantasioso, pero muy pronto estos alardes se convirtieron en las excentricidades toleradas de un profesional del espectáculo. Elvis fue un perfecto selfmade man, capaz de demostrar que Estados Unidos es un país de oportunidades: se enroló en el ejército, adquirió el Cadillac rosa de los nuevos millonarios, comercializó su voz al grado de cantar baladas hawaianas, se alquiló de Hollywood y Las Vegas. En los años de la liberación sexual y las utopías colectivas, asumió los prejuicios más extremos de su raza. Los mexicanos le debemos la frase: "prefiero acostarme con una negra que con una mexicana". Y no sólo eso: ¡en un exceso de travestismo ranchero, grabó Guadalajara!
Hasta aquí, la historia de Elvis se escribe como una cadena de éxitos a la altura del sueño americano: el portentoso animal escénico que arrebata un trofeo de las pegajosas manos de los negros. Su voz y su carisma inmortalizaron "Heartbreak Hotel", "Don't be Cruel", "Love Me" y "Hound Dog", pero también las hicieron inofensivas.
Sin embargo, el atleta de la adaptación llegó a un punto en el que no pudo contener sus fisuras. Nunca abdicó al trono que le otorgó la industria del disco, pero después de los treinta años se convirtió en el más inusual de los monarcas.
La desgracia del Elvis convencional es que no lo fue tanto. Las drogas, el alarmante sobrepeso, los descalabros sentimentales y el estilo de vida gangsteril lo descalifican como ídolo de la Gente Común y Corriente. En su mansión de Graceland, erigió un monumento al kitsch: las paredes de terciopelo azul y los muebles con acabado de poliuretano eran la decoración ideal para un propietario que usaba capas con incrustaciones de falsísimos rubíes. Las inmoderadas presiones de la celebridad transformaron al cantante en el voraz paranoico que merendaba seis hamburguesas con una pistola como único "cubierto" a la vista, y en el drogadicto que odiaba a los drogadictos. En una ocasión, el monarca se presentó ante Richard Nixon y le propuso un plan antinarcóticos de severidad nazi (sobra decir que mientras hablaba contra el vicio estaba profundamente drogado).
En 1977, el apuesto galán de los años cincuenta, el cantante que determinó la vocación de los Beatles y transformó el destino de miles de enamorados, murió como un magnate de pésimo gusto, rodeado de guardaespaldas y cojines de satín rosa.
En el mundo del rock, pocas cosas otorgan tanto pedigrí como la rebeldía; sin embargo, Elvis tampoco califica como figura transgresora. En su juventud fue un oportunista de cinco estrellas y la degradación moral y física de sus últimos años no significan otra ruptura social que la del deterioro.
Y, sin embargo, Presley es uno de los mayores mitos de nuestro tiempo; corre la leyenda de que su fantasma aparece a deshoras en heladerías, hay concursos para encontrar a su doble y ciertos extremistas del espectáculo (como los Flying Elvis, que se lanzan en paracaídas ataviados como el Rey en Las Vegas) viven de su memoria. En 1997, con motivo de los veinte años de la muerte del cantante, otro disco salió del más allá. Elvis, An Afternoon at the Garden captura los primeros conciertos que dio en Nueva York, en la tardía fecha de junio de 1972. A pesar de los defectos de grabación, se trata de una valiosa pieza de época, una muestra del poderío musical de Presley y de la devoción de sus feligreses.
Cuando Elvis murió, yo tenía 20 años y trabajaba en Radio Educación. El 16 de agosto de 1977 su música salió al aire durante el día entero y el veredicto de mi generación fue unánime: había caído un traidor. Ahora que he cumplido los 42 años fatales que Elvis tenía al morir, veo las cosas de otro modo. El sudoroso show-man no terminó sus días como Morrison, Joplin, Hendrix y otros elegidos de los dioses que perduran en la memoria como jóvenes que ardieron en su propia luz. Su vida fue el más escabroso cuento de hadas: para escapar a la pobreza, que conoció tras el volante de un camión, creó un reino de peluche y lentejuelas que poco a poco se convirtió en el más oscuro de los callejones. El público le dio un cetro y él se rebeló a su manera, rebajando su suerte a la altura de su dolor y sus carencias. Quisimos tener un rey y encontramos un hombre. Desvastado. Contradictorio. Inmortal.