La Jornada Semanal, 24 de enero de 1999
Opciones que eliminan el poder de elegir
¿Quién se atreve a renunciar a la posibilidad de descartar riesgos en la gestación de un bebé? ¿Quién es capaz de asumir la responsabilidad de tener un hijo ``defectuoso'' por mera negligencia? ¿Quién puede elegir, con la conciencia tranquila, no servirse de las muchas herramientas clínicas diseñadas para proteger tanto a la madre como al feto? Joseph Dumit y Robbie Davis-Floyd señalan muy atinadamente en la introducción de su interesante colección de textos: Cyborg Babies, From Techno-Sex to Techno-Tots (Routledge, 1998), que aunque las nuevas tecnologías reproductivas, de diagnóstico y de control pre y postnatal, se presentan como opciones para los futuros padres, en realidad se han convertido en prácticas obligatorias, en rituales que deben ser respetados como etapas inevitables para tener un hijo. Lo curioso es que entre más opciones tecnológicas aparecen, menos posibilidades se tienen de escoger alternativas no tecnológicas. Es difícil, y francamente parece estúpido, ignorar la existencia de procedimientos como Alfa feto protein (AFP), ultrasonido, amniocentesis y los métodos de vigilancia intrauterinos que pueden ofrecer información vital para tranquilizar a los padres o ayudarlos a terminar el embarazo a tiempo en caso de existir un problema grave. Negarse a utilizar estas tecnologías puede parecer tan irracional o criminal como la obstinación de algunos fanáticos religiosos por rechazar cualquier intervención quirúrgica o transfusión sanguínea aun en casos de vida o muerte. Pero a la vez es importante entender que estas tecnologías no son tan neutrales como se pretende y han redefinido nuestra manera de entender la reproducción humana.
La vieja historia de la inseminación artificial
según Matthew Schmidt y Lisa Jean Moore (Constructing a ``Good Catch'', Picking a Winner, incluido en Cyborg Babies).
En la literatura médica occidental, la primera mención de cómo intervenir en el proceso reproductivo aparece en 1550, con Bartolomeus Eustacius, quien instruye al hombre sobre cómo ``empujar el semen hacia el cuello de la matriz con el dedo para asegurar la fertilización''. En 1742, Abbe Lazarro Spallanzani realizó el primer experimento de inseminación artificial al inyectar semen canino en el sexo de una perra que más tarde dio a luz tres cachorros. Desde entonces ha aparecido una gran gama de alternativas para auxiliar al embarazo (aun en algunos casos desesperadamente difíciles) las cuales han enriquecido inmensamente la vida de miles de personas, pero que sin duda también han complicado la tradicional relación: padre, madre, hijo. Al recurrir a la donación de óvulos, al uso del vientre de otra mujer como incubadora o al semen de una tercera persona, se introducen en la ecuación familiar nuevas variables que en general tratan de considerarse transparentes: ya sean el(la) donador(a) de fluidos u óvulos (cuyos genes estarán presentes por siempre en el ciberbebé), como la mujer que nutre con su sangre a un feto ``ajeno'' (ya sea por un acuerdo amistoso o por un contrato comercial con el cual la portadora puede ganar hasta 50,000 dólares más gastos).
Superioridad del tecnosemen
Concebidos inicialmente como instituciones de investigación, los bancos de semen aparecen con el perfeccionamiento de las técnicas de criopreservación, las cuales permiten la conservación indefinida del semen. En 1949 aparece el primer banco de semen bovino, en 1954 se crean los primeros bancos de semen humano y en 1972 se establece el primero con fines comerciales. Estas instituciones se han multiplicado y son extremadamente lucrativas (generan alrededor de 164 millones de dólares anuales, según un estudio de 1992 de la desaparecida Office of Technology Assessment). Debido a que estos bancos tienen fines comerciales, es de esperar que traten de atraer clientes al ofrecer un producto superior al que puede conseguirse de forma doméstica. El tecnosemen que venden estos comerciantes es un fluido corporal supuestamente superfértil, garantizado de tener un gran contenido de espermatozoides altamente móviles (la movilidad puede ser incrementada al añadir cafeína), funcionales (algunos se prueban con óvulos de hámster), extremadamente seguros (el fluido es lavado para eliminar bacterias y defectos genéticos) y morfológicamente óptimos (se evalúa la forma del esperma). El semen ``natural'' es presentado por los banqueros del esperma como un fluido sucio, impredecible e irracional. Estos bancos promocionan sus productos como si tuvieran características y rasgos determinados. A pesar de que en general se vende semen de donadores anónimos, los bancos tratan de convencer al consumidor de que su fluido vital ofrece la oportunidad inmejorable de reconstituir la fisiología (raza, complexión, color de ojos) y hasta la psicología (entusiasta, sensible, inteligente) de donadores semimíticos dotados de cualidades espectaculares. Lo que resulta inquietante es que podemos imaginar fácilmente un futuro cercano en el que el uso de tecnosemen sea considerado como la única opción razonable en un proceso demasiado riesgoso como para ser dejado al caótico azar de la naturaleza.