Héctor Aguilar Camín
La sentencia incómoda

La sentencia del juez a Raúl Salinas de Gortari ha sido inesperada fuente de sorpresa y duda pública. El rigor del juez otorgando una pena máxima de cincuenta años por la autoría intelectual del homicidio de José Francisco Ruiz Massieu ha despertado críticas en gente y en medios insospechables de parcialidad hacia el sentenciado o su familia.

La decisión del juez de juzgar y sentenciar por prueba ``circunstancial e indiciaria'', fue contundente. Pero la lectura del documento Puntos fundamentales de la sentencia del proceso 14/95, instruida a Raúl Salinas de Gortari, no deja muy bien parado el rigor analítico del juez y hace más viva la impresión de una sentencia desmesurada, superior en el doble de años a las que han recibido homicidas confesos en fechas recientes.

El juez llegó a la convicción de culpabilidad sin tener una confesión de parte del acusado y aceptando que no había podido probarse el móvil del homicidio. Lo hizo desestimando que el testimonio central del proceso, prácticamente el único de la acusación, fue obtenido mediante el pago de 500 mil dólares a Fernando Rodríguez González, el autor intelectual confeso, ese sí, del homicidio de José Francisco Ruiz Massieu. La entrega de ese dinero, documentada y con testigos por la PGR, fue desestimada por el juez ya que no se le dio directamente al homicida acusador, sino a su hija, la cual, no obstante, negó haberla recibido.

Desestimó también el juez como un elemento ``relacionado'' pero ``aislado'' del juicio el grotesco episodio de la siembra de cadáveres, tolerada si no alentada por la autoridad, para inculpar al acusado, maquinación procesal que se urdió a la vista de todo el público, en vivo y en cadena nacional por los noticieros de televisión, y les costó la renuncia a los encargados del caso.

Algunas pruebas del proceso fueron evidentes para el juez y otras simplemente lo hicieron volverse a otra parte. No es extraño entonces que intelectuales, abogados, periodistas y la misma familia del asesinado hayan manifestado dudas sobre la limpieza del proceso. ``La sentencia bajo sospecha'', cabeceó la revista Proceso en su portada. ``Lo del asesinato de Ruiz Massieu no se ha probado'', dijo Carlos Monsiváis. ``Es un pésimo antecedente'', apuntó el jurista Carrancá y Rivas. El arzobispo Norberto Rivera dejó abiertas las dos ventanas: ``Si se procedió con justicia hay que exaltarlo, en caso contrario hay que denunciarlo''.

El comunicado a la prensa de la familia Ruiz Massieu fue más allá. Aseguró no tener tranquilidad de que se hubiera hecho justicia, cuestionó la buena fe de la parte acusadora, encontró insuficientes y poco razonables los móviles aducidos del homicidio, denunció el trato ilegal e irracional recibido por la familia de parte de las autoridades y lamentó que nunca se sabrá con certeza ``por qué y quiénes en realidad privaron de la vida a José Francisco''.

Una vez más, los vericuetos de nuestra justicia han conducido no a la certidumbre sino a la duda sobre su independencia, su transparencia y su rigor. Por el hecho de que está preso y ha sido condenado el hermano de un ex presidente puede decirse, como han dicho algunos, que este caso es un hito en la lucha contra la impunidad, un paso decisivo en la construcción de la certidumbre pública de que nadie está por encima de la ley.

Pero si la sentencia, las pruebas y los razonamientos del juez son sospechosos de parcialidad, el nuevo triunfo sobre la impunidad es sospechosa de vieja manipulación de la justicia. Cabe preguntarse si el triunfo sobre la impunidad ha de conseguirse a cualquier precio, incluido el precio de la ilegalidad.

Es posible percibir en las nuevas dudas públicas sobre la sentencia viejas certidumbres sobre la deformidad de nuestra justicia.

Es un movimiento cíclico que se da con los grandes presos públicos de cada sexenio. Empiezan siendo criminales evidentes, terminan pareciendo presos políticos.

Al momento de caer preso Raúl Salinas, en 1995, el veredicto público sobre su culpabilidad no dejaba resquicio a la duda y quien la externara era visto como un cómplice del acusado. La desconfianza en nuestro sistema judicial, sembrada por décadas de manipulación de la justicia, asoma de nuevo en estos días y empieza a convertir al villano indiscutible de hace cuatro años en la víctima de un juicio irregular, impensable en un sistema judicial serio.

Esto último es lo que yo creo que ha sucedido: un sistema judicial serio no habría podido construir una culpabilidad tan contundente con pruebas tan cuestionadas, ni tendría como respuesta la sospecha que históricamente ha cosechado por su poca seriedad.