Enrique Ponce estaba jugando con un novillín -no toro- en la arena del ruedo, la tarde serena, frente a un sol que se desmayaba en el tendido. Estaba jugando en la arena, con la arena del ruedo que movía el viento y se alzaba majestuoso y arrogante a un tiempo, pero sin la emoción que produce el toro encastado y con años. Con el utrero sólo apareció la Valencia soñadora de Enrique Ponce, ramillete de redondos que fueron primores. En la tarde papal con matices de oro y blanco se coloró el torero, inspirado por el obispo de Roma. Soberano en el toreo fue la gracia que el mundo torero pregona. Revestido con el traje de luces bendecido, bordó el toreo, nuevamente, en sueños de fantasía con genial inspiración gracias al novillín que le correspondió.
Tejió en el ruedo de la México, gama de luz y color y creó bellas esculturas para rendir homenaje al jefe de la grey católica que venera. A gusto y relajado, se durmió en los redondos en los que, literalmente, arrulló al novillo, le dio su tiempo, lo meció y terminó por arroparlo. Fresco y lozano, en estado de gracia torera, nos legó los principios de lo que será el toreo del siglo que viene. Un toreo que será danza torera.
Enrique Ponce el valenciano soñador de mirada perdida en el infinito e hirviente sangre española, realizó un toreo sencillo y puro, acorde con los descastados y bobalicones novillos corridos la tarde de ayer. En mágico rodeo el último rayo de sol invernal se esfumaba a sus pies. Su muleta emanaba esencia espiritual y su faena rozaba los perfiles de lo misterioso al jugar al toro.
El rumor de la plaza se enlazaba al de la ciudad, en vela ruidosa y el entusiasmo popular excedía toda ponderación. El repique de campanas, canciones religiosas y sones de los tambores se confundían con los olés del coso. Las porras y olés eran el aliento de las gentes refugiadas en la ingenuidad que les permitía cubrir por horas la grave depresión que nos consume a los mexicanos.
Siempre misterioso y distinto el valenciano torero contagiado del fervor popular, se crecía al lento paso a paso del novillón que rozando el ruedo -fantasma peregrino-, contemplaba la relajación y maestría que tenía el diestro español, la tarde papal, el ondular de la muleta, al ritmo del vientecillo, que, parecía rizarla, cual si toreara en un tentadero.
Las plastías surgían de Enrique Ponce y nacían del paso de olitas gruesas calladas, transformadas por el milagro de sus pases de vuelta entera, en suaves olillas. El espíritu del torero entreabría la puerta de lo infinito en la tarde papal, en la que Mario del Olmo respondió al valenciano con unos pases que nos permiten predecir grandes faenas de este torero tlaxcalteca, que tiene una melodía nostálgica de un cantar melancólico. Total, en la corrida papal el triunfador fue Juan Pablo II, que al ser nombrado recibió atronadora ovación y en la ciudad enloqueció a millones de mexicanos este fin de semana.